El 24 de marzo de 1976 cayó la noche sobre la Argentina. Aunque ya desde el 20 de junio de 1974 había empezado a oscurecer: a menos de un mes de haber asumido la presidencia Héctor Cámpora, los millones de argentinos que marcharon esa luminosa mañana a Ezeiza, a recibir a Perón en su “regreso definitivo a la patria”, fueron interceptados a balazos por la ultraderecha de su propio movimiento. La violencia inició entonces un crescendo operístico que nutrió las crónicas a diario con asesinatos, atentados con explosivos y ataques insurgentes a cuarteles militares.
Pero el 24 de marzo de 1976 la Argentina avanzó temerariamente en los caminos al infierno. Su clase dirigente, sus empresarios y políticos, y buena parte de sus sectores medios, aprobaron y hasta aplaudieron sin pudor la instalación del terrorismo de estado.
Muchos de sus responsables militares han sido o están siendo juzgados. Pero ningún civil parece haberlos financiado y apoyado, como si la dictadura hubiera sido un proceso autónomo, una suerte de cáncer ingobernable, un monstruo que acabó tomando distancia del Dr. Frankestein que, en noches azotadas por los relámpagos de la intolerancia, le dio vida para entronizar la muerte.
A nadie que conozca nuestra historia reciente debería sorprender que la Argentina sea un país despedazado y que, con un cuarto de siglo de experiencia democrática y a menos de un año del “bicentenario”, no atine a articular un proyecto decente, digno, solidario, de nación independiente.
El poder de la imaginación
Hace 3 días
Gracias Flaco por escribir lo que uno piensa.
ResponderEliminarSaludos de R.
Día jodido, éste. Pero hay que seguir.
ResponderEliminarUn abrazo.
Guillermo