domingo, marzo 01, 2009

ESTE DOMINGO


Le ha sucedido otras veces. Pero no se lo cuenta a nadie. ¿A quién puede importarle el relato de un pordiosero? Los que llegan o salen de la iglesia ni lo miran, alguno se compadece y deja caer una moneda en la gorra que el hombre coloca a sus pies, cada domingo por la mañana.
Mejor así, que crean que es un mendigo y que sobrevive gracias a la caridad cristiana. El cura párroco, el único que a veces lo saluda, sabe decirle que los caminos de Dios son misteriosos. Él ya lo sabe, pero deja que el cura crea que lo supo antes, para eso es cura.
Para que suceda tienen que darse algunas condiciones. Que haya mucha melancolía en el aire, por ejemplo, que llueva despacio, como ahora, y que el viento siembre la lluvia con manos de labriego, hacia el noreste de la ciudad. Hoy, por ejemplo, este domingo, pero quién sabe, hay que esperar a que terminen las misas.
Por fin sucede, cuando acabó la misa de doce y el cura cierra los portones: a comer, mendigo, que tus buenos pesos habrás juntado, le dice el párroco que, entre paréntesis, nunca lo invitó a compartir su almuerzo, como dicen que en cambio hacía Jesús.
Ella llega entonces, tan joven, el tiempo no la ha rozado. Se sienta junto a él, le pregunta cómo ha estado, bien, ¿y vos? Esperando este domingo, responde ella y se acomoda junto a él, apoya la cabeza en su hombro, esperando a que pase la tormenta. No hay a dónde ir, cuando arrecia la melancolía.
Desde el bar frente a la parroquia lo ven, como tantos otros domingos. ¿Qué hace ese mendigo en los portones de la iglesia?, pregunta un cliente al mozo que le trae un café: si están cerrados.
El mozo, que de tanto verlo también la ve, se encoge de hombros y dice que nada, pobre tipo, quién sabe la historia que lleva a cuestas, debe estar esperando a un ángel.
El cliente sonríe de mala gana, mira al mozo con desconfianza, apura el café y se va, sin dejar propina. El mozo aprovecha que el bar ha quedado vacío para pararse en la puerta, encender un cigarrillo y saludarlos con la mano en alto.
Desde los portones de la parroquia le responden los dos, efusivos, agitando sus brazos, como si recién llegaran o se despidieran para siempre.

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