jueves, septiembre 17, 2009

ESPLÉNDIDA NOVELA OSCURA

Cristina Fallarás había publicado "No acaba la noche": otro estilo, otra temática y la misma preocupación existencial.


En la penumbra de los márgenes, quizás en la propia alcantarilla de la conciencia, alguien habla de su vida. A veces a regañadientes, y otras, con la saña de un Lautrèamont o la desbordada furia del colombiano Fernando Vallejo, la voz desgrana su plenitud y su penuria. Instigada pero también contenida en el recipiente de otra voz, que la novela omite pero cuya presencia es tan palpable como la de la historia que se vierte en ella.
A medida que se avanza en el texto se cae en la cuenta de que no vamos hacia un desenlace sino hacia una encrucijada, un cruce de caminos, una oferta de direcciones varias sin carteles tranquilizadores a la vista, un calidoscopio de la nada. Si la poesía es el límite del abismo, la literatura que Fallarás ensaya en esta novela se mueve sobre filos, camina sobre cornisas sembradas de espinas, espía los añorados tiempos felices como quien se asoma por un muro a la fiesta del vecino.
¿Quién es el hablante, por qué su condición de ávido lector de poesía, de poeta de a ratos, lo sostiene apenas sobre el vacío que ineluctablemente lo rodea y lo espera con los brazos abiertos? Su secreto, su situación de condenado -antes por él mismo que por el amenazante entramado que lo rodea entre fiestas y halagos- se irá develando como un modo de anticiparse a la venganza, de quitarle los fastos al festín macabro que marcará el comienzo de su decadencia.
Oscilando entre la delicadeza y pulsión de un orfebre ciego, y la inevitable ansiedad del ladrón principiante, la novela de Fallarás avanza en esa tiniebla: la de una sociedad que, en las postrimerías del franquismo, es empujada por la historia hacia la inevitable luz diurna donde el desgarramiento mostrará cruelmente sus formas, las de los cuerpos destrozados, la de la mutilación de hombres y mujeres que alguna vez aspiraron a ser íntegros y libres.
A ramalazos de indignación y lucidez, el poeta Guadalupe se narra a sí mismo como una belleza andrógina, un objeto de deseo que, entre eros y tánatos, se deja llevar con fatalismo suicida hacia la emboscada. Un grupo de "notables" -instalado como siempre sobre la violencia- disfraza sus tropelías con los modales de una burguesía que, a la vuelta de su complicidad con los peores desmanes del fascismo, busca redimirse estéticamente, pasar tal vez a la historia como bastión del poder oligárquico, palacio de invierno, Versalles en el desierto de una posguerra que para España se prolongó demasiado.
Si los editores, el mercado o como se llame al montaje escenográfico sobre el que debe actuar la mejor literatura para poder representar las pasiones humanas, encasilla a la novela de Fallarás en el género negro, ello no evita que sus casi doscientas páginas nos abran las puertas de una realidad que pasa de largo por lo cotidiano, por el realismo mendaz de tanta ficción oportunista, y nos enfrenta a un raro desafío: el de transitar por la locura como por una tierra fértil, un inestable paraíso que en la Argentina supieron habitar poetas de la talla de Jacobo Fijman o la indeleble Alejandra Pizarnik.
Porque aunque saberlo sea el condimento de una primera lectura, no importa tanto enterarnos de cómo murió el poeta Guadalupe. Importa reconocer de qué manera esta espléndida novela oscura de Cristina Fallarás nos instala en una certeza perturbadora. La de que el poeta Guadalupe aguarda en cualquiera de los muchos rincones sombríos de la condición humana.



"Así murió el poeta Guadalupe", novela de Cristina Fallarás - Alianza Editorial, 191 páginas


domingo, septiembre 13, 2009

CRIATURAS


Si la criatura cosida de apuro y animada con la energía de las tormentas por Víctor Frankestein hubiera sido ungida presidente de la Argentina, respondería en buena parte a las acciones del gobierno de Néstor Kirchner y de su sucesora, Cristina.
Pero sucede que a estas dos criaturas no las pergeñó un médico loco sino un sistema acorralado por las revueltas populares contra una década de capitalismo salvaje. Se les dio el poder y se invitó a que ese poder, apenas legitimado en 2003, creciera a manotazos y derrumbes. Cuando la criatura se sintió fuerte, decidió que había llegado la hora de dar la espalda al médico loco y emprender una aventura existencial hasta entonces inimaginable: la de gobernar una nación fragmentada, destruida por las experiencias liberales y militares, reducida más de una vez a cenizas y renacida de ellas con las heridas y mutilaciones propias de cualquier inmortal.
El remendado y fantochesco monstruo que hoy nos gobierna decidió un día mirarse al espejo y, mientras abusaba de cirugías, siliconas y buenos negocios, favoreció con sus políticas a otros remendados y fantochescos: los trabajadores, los viejos, los humillados de los pueblos indígenas, los pobres y los miserables. Alta traición del monstruo, que hoy paga caro su atrevimiento al ser identificado con otros remendados y fantoches de la América latina: Evo Morales, Rafael Correa, Hugo Chávez.
Remendados y fantoches, y aquellos a los que el Tribunal Supremo de Occidente perdona las vidas mientras no saquen los pies del plato -Lula Da Silva, Bachelet, Tabaré Vázquez-, lejos de ir cada cual por su lado, se reúnen a menudo en una tribu a la que bautizaron UNASUR. Y allí, créase o no, bajo la vigilancia de las cámaras de la TV, dirimen sus cuitas y diferencias, acuerdan seguir juntos adelante.
Inesperado, insólito, insoportable para el mundo desarrollado, elegante y blanco -excuse me, Obama-: que los monstruos del subdesarrollo pretendan políticas propias, defiendan ciertos valores que Fukuyama había dado por muertos y no se inclinen -no tanto, al menos- ante el imperio y sus sucursales.
¡Qué has hecho, Víctor! ¡Mal rayo te parta!, clama inclemente la prensa de Occidente bajo la luz elegante y blanca de relámpagos de utilería.

domingo, septiembre 06, 2009

ALGUIEN QUE ANDA POR AHÍ


El fuego, como Dios, anda por ahí. Pero mientras no lo veas cerca, mientras no te joda, no existe. Lo asociás, a lo sumo, con el infierno o con un buen asado, que en esencia son lo mismo, porque si vas al infierno no hay eternidad que valga, se te carbonizan los pecados y a otra cosa mariposa. Y un buen asado bajo fuego intenso se transforma en barbacoa, otro infierno.
La semana pasada se incendió media provincia de Córdoba, en la que vivo. No es la primera vez que el fuego llama a mi puerta, aunque esta vez lo hizo con cierta prepotencia. Sí es la primera vez que tuve que enfrentarlo, verle la cara, mirarlo a los mil ojos rojos con los que el muy guacho pretende hipnotizarte. Hubo bomberos voluntarios -héroes anónimos, los únicos posibles-, vecinos solidarios, y pudimos, entre todos, convencerlo de que la señora no estaba en casa, que volviera más tarde. Pero no es de eso que quería escribir sino de su cara, su trucha, sus ojos -mil, dije que eran- mirándome, reconociéndome, incendiando mis sueños como a praderas y bosques.
No fui el único al que visitó, hubo centenares de otros visitados, ciento veinte mil hectáreas quemadas, casas destruidas, desazón y promesas políticas que nunca se cumplirán.
Pero no sé si otros tuvieron la loca oportunidad que yo tuve. Mirarlo, verle la cara y que él, o ella, me mirara.

Más antigua que otras religiones, la del fuego, y tan violenta o mansa como todas, nunca se extingue. Y cuando sale de cruzadas no hay padrenuestro aprendido de apuro que valga.