miércoles, enero 28, 2009

LOS TALLOS AMARGOS





De la serie

"Asaditos argentinos"


"Los tallos amargos" is a great example of film noir released out of USA. Following the tradition of classic Hollywood (the most brillant time in the history of cinema), this picture tell us the story of a poor journalist who, trying to make easy money, begins to work with an hungarian inmigrant. A perfect movie, a very good story. A picture that looks like any american film of that time. When the A.F.I. chose the 100 bests cinematography of all time, this argentine movie was in the list among titles like "Citizen Kane".
El autor de la novela que dio origen a esta pequeña maravilla del género negro que rescata una crónica yanqui se llamaba Adolfo Jasca. Lo conocí cuando gané el Emecé, él lo había obtenido veinte años antes, con "Los tallos amargos", la novela en la que se basó la exitosa película de Fernando Ayala, con música de un tal Astor Piazzola. Tuvo la gentileza de hacerme una nota decente, nos encontramos en su departamento atestado de libros y ahí grabamos la entrevista para la radio en la que trabajaba.
Porque era periodista, Jasca. Creo que la novela -premiada en 1957- fue la única que publicó. La notoriedad lo rozó cuando Ayala hizo la película y después lo devolvió a su trabajo. Un libro duro, amargo como los tallos del título, negro de verdad, no como las historias de tanto Al Jonson del género que hoy se pavonea por ahí.
Por Jasca me enteré de testimonios del infierno en el que habían caído dos queridos maestros: Haroldo Conti y Héctor Oesterheld. Temblé de indignación y de terror: por escribir unos cuentos con alguna dignidad me habían puesto en la vitrina y era malo, en esos tiempos, que algún reflector te embocara. Me habían dedicado cuatro páginas a todo color en la revista "Gente", ejemplar en el que también publicaban una nota al balbuciente Diego Maradona.
Por suerte, mi notoriedad fue aún más efímera que la de Jasca. Volví al ostracismo y escribí novelas laberínticas, oscuras como la realidad que me rodeaba.
Me acuerdo de Jasca porque me pareció buen tipo y era buen escritor, un laburante, un cronista de la despiadada historia cotidiana de mi país que, en mitad de la noche más negra, me alentó a seguir escribiendo, a no dejarme atrapar por la tiniebla.
Henning Mankel, Michael Conelly, Fred Vargas, laureles y aplausos, está todo bien. Pero yo releo esta noche en su idioma, que es el mío, a Adolfo Jasca.
Soy de acá lejos, donde todo -la fama y el olvido- llega distorsionado.

martes, enero 27, 2009

MATAR SALE BARATO


El 25 de enero de 1997, el cuerpo acribillado y quemado del periodista gráfico José Luis Cabezas fue encontrado en una cava cercana a Pinamar, coqueta ciudad balnearia de la provincia de Buenos Aires.
Gobernaba el país Carlos Menem aunque el poder real estaba en manos, para variar, de poderosos empresarios amigos que hacían y deshacían a su antojo y rentabilidad. El asesinato de Cabezas se produjo poco después de que la foto de Alfredo Yabrán, uno de esos personajes, fuera publicada en la revista "Noticias", en el marco de una investigación periodística sobre los negocios sucios del menemismo.
La media docena de acusados, procesados y condenados por esa horrenda muerte están hoy en libertad, excepto uno que se anticipó a la excarclación y murió en prisión.
En la Argentina, matar sale barato.

domingo, enero 25, 2009

Asaditos argentinos: ADOLFO PÉREZ ZELASCHI Y SUS "CRÍMENES APACIBLES"

Me lo descubrió un amigo que, curiosamente, no leía policiales porque lo consideraba un género menor. Tampoco yo escribía entonces policiales y por eso mi amigo era mi amigo.
Adolfo Pérez Zelaschi fue catalogado como escritor de policiales, pese a que, como él mismo lo dijo, "no es culpa mía sino de las antologías. Ni siquiera el 15% de mi producción es policial".
Fue poeta y –nadie es inocente hasta que se demuestre lo contrario- miembro de la Academia Argentina de Letras (institución de purólogos del lenguaje cuya sola mención me inspira escribirla con mayúsculas). Tal vez por eso, porque vivió su producción policial de manera algo vergonzante, pocos lo recuerdan y unos cuantos echan su obra a la parrilla, cuando se trata de citar autores.
En su necrológica correspondiente, el diario “La Nación” cita sus obras de género: "El caso de la muerte que telefonea" (novela, 1966), "Divertimento para revólver y piano" (1981) y "Mis mejores cuentos policiales" (1989) lo sitúan en esa temática. Pérez Zelaschi sostenía que sus relatos no se caracterizaban por crímenes horrendos o escenas nefastas, sino que "eran crímenes apacibles, para fin de semana, aunque el que revise mi biblioteca hallará, entre otras cosas, dos o tres tratados de toxicología, otros tantos sobre armas de fuego y algunos más sobre medicina legal".
Crímenes apacibles, decía Pérez Zelaschi. Los hay, seguramente. Tal vez él empezó a perpetrarlos cuando al escribir sus primeros relatos policiales supo que sería el primer sospechoso de su propia, silenciosa muerte.

sábado, enero 24, 2009

MUSSOLINI

Quién sabe en qué barco había llegado a Buenos Aires, con qué sueños y pesadillas, si vino a esconderse o a seguir luchando, éramos pibes y nada de su historia nos importaba, tampoco la habríamos entendido porque nadie, hasta entonces, nos había explicado qué era el fascismo.
Pasaba caminando, todas las tardes, con dos canastas unidas por un palo de escoba que cargaba sobre su espalda, en precario equilibrio, como una destartalada imagen de la justicia. Era viejo, muy pobre, desdentado, y ofrecía su mercadería farfullando un acento más cocoliche que italiano: aco, limone, huebo, perequile grati... aco, limone, huebo, perequile grati...
La barra –cinco, siete, diez pibes cuando estábamos todos- lo seguía a lo largo de la cuadra, gritándole ¡Mussolini! El viejo se daba vuelta, las canastas se agitaban en los extremos del palo de escoba como badajos sin campana, fligi di putana, porca miseria, la puta que los parió, gritaba sin aliento, agobiado por la carga, la caminata, la dura vida de inmigrante. Y entre gritos y risas, los pibes nos dispersábamos como corridos por un ogro miserable, tristón, incomprensible.
Un día pasó antes de la hora habitual, o después, o estuve en el lugar y el momento equivocados, quién sabe. Yo estaba solo, sentado en el umbral de mi casa, esperando ante la calle desierta a que se acabara la hora eterna de la siesta. El viejo apareció en la otra esquina y empezó a acercarse. Por la misma vereda en la que yo estaba sentado, para colmo, cuando lo habitual era que caminara por la de enfrente. A lo mejor, cansado de las burlas, pensó que pasando más temprano y por la vereda opuesta nos evitaría.
Mi primer impulso fue entrar en mi casa, no tenía ganas de verlo pasar, o tuve vergüenza por estar solo, pero me quedé sentado, como esperándolo.
Aco, limone, huebo, perequile grati... aco, limone, huebo, perequile grati... fue acercándose el viejo, sin que ninguna puerta se abriera, sin que nadie a lo largo de la cuadra lo detuviera para comprarle, aco, limone, huebo, perequile grati... aco, limone, huebo, perequile grati...
Pasó casi rozándome, arrastrando los pies probablemente llagados de tanto andar por las calles y el mundo, murmurando frases en escondidos dialectos del pasado, sin mirarme.
Se alejó así, ensimismado, y cuando estuvo a cinco, diez metros, envalentonado, me levanté del umbral, puse mis manos haciendo bocina sobre mi boca y le grité: ¡Mussolini!
No se volvió a insultarme, ni siquiera se detuvo, ni me miró, y entré en mi casa, confundido, preguntándome, por primera vez en mi infancia, quién habría sido de verdad Mussolini.

A la mañana siguiente lo encontraron, al borde del terraplén del ferrocarril que cruzaba el barrio, boca arriba sobre el palo de escoba y las canastas volcadas, muy abiertos los ojos desde quién sabe cuándo, quizás desde su Italia natal o mirando por fin, en el cielo limpio del amanecer, la infancia en su lejana aldea, antes de la llegada al poder de ese Mussollini cuya sola mención tanto lo alteraba.

viernes, enero 23, 2009

GAZA EN BUENOS AIRES

Control en Villa 31 para que no entren materiales
viernes 23 de enero, 8:04 AM

Inspectores custodiados por la policía federal comenzaban hoy con el operativo de control en la villa 31, para impedir el ingreso de materiales de construcción destinados a levantar nuevas viviendas.
Fabián Rodríguez Simón, jefe de Gabinete de Espacios Públicos del gobierno porteño, indicó que "no se van a permitir nuevas edificaciones" en la Villa 31.
Los funcionarios de la Agencia de Control Comunal permanecerán en cinco retenes en el perímetro de las villas 31 y 31 bis, para controlar los materiales de construcción que lleguen al lugar y sólo permitirán el ingreso de los destinados a refacciones o mejoras de edificaciones existentes.

ASADITOS ARGENTINOS

La Argentina es un país carnívoro. En un sentido, lo que afirmo es una obviedad: abundan las vacas, aunque los ganaderos amenacen siempre con su extinción si no obtienen por ellas mejores precios y minga de impuestos; la gente come más y mejor carne que en ningún otro país. No sé si esto está bien, si es justo o sano, pero el homenaje nacional es el asado y los vegetarianos son marcianos que bajaron en el lugar de la Tierra equivocado.
Pero además -y esto sí que es insano, injusto, depredador de su propia cultura- se come crudos a sus talentos científicos, artísticos, culturales, en suma.
Ya les iré contando, con tiempo y serenidad, de los deliciosos bocadillos que se ha tragado el monstruo, sin dar muestras de indigestión o arrepentimiento alguno.

jueves, enero 22, 2009

VILLA MISERIA TAMBIÉN ES AMÉRICA

La arremetida del gobierno porteño contra los "edificios mal construidos" de la Villa 31, en Retiro, tornan actual la lectura de "Villa Miseria también es América", de Bernardo Verbitsky, periodista y escritor, padre de Horacio, el polémico investigador de los negociados del menemismo y las andanzas de torturadores y genocidas.
La novela transcurre en una villa miseria de Buenos Aires durante los meses previos y los posteriores a la caída del peronismo (1954/55) e instala el neorrealismo rioplatense con un rigor notable, anticipándose o sentando las bases para que otros escritores avanzaran sobre una realidad, la de los inmigrantes internos o bolivianos y peruanos que llegaban ya a la gigantesca Buenos Aires, corridos por el hambre y la represión política.
Volvió a editarse en 2003, por Sudamericana. Vale la pena buscarla y leerla sin urgencias, no "de una sentada" sino reflexionando al final de cada capítulo.
Recuerdo uno, especialmente. Una familia de campesinos del interior acaba de instalarse por la noche en la villa miseria. Temprano, en la mañana, el más chico de los pibes se despierta y, ansioso, se asoma al exterior, observa la abigarrada geografía de techos de chapa, los estrechos senderos de tierra que separan la hilera de ranchos a cada lado y dice: ¿Y esto es Buenos Aires?

sábado, enero 17, 2009

CEREMONIAS DE LA INFANCIA



La “fogarata” de San Pedro y San Pablo
Poco y nada de lo que sucedió después confirmaría aquellas certezas. Los amigos perdurables serían menos de los que imaginaba, y los encontraría más adelante, en la temprana juventud del colegio secundario. Pero entonces todo parecía inquebrantable y se nos antojaba que las ceremonias de la infancia serían eternas.
Lo de San Pedro y San Pablo sucedía a mitad de año, cada 28 de junio, pero ya empezaba a preocuparnos apenas terminados los carnavales. Y es que no se trataba simplemente de “hacer un fuego”: tenía que ser la fogata más grande de todos los barrios, mejor dicho, la fogarata, porque nadie estaba dispuesto a corregirse y porque así se había llamado siempre. Podíamos aceptar que en los rígidos diccionarios la palabra correcta fuera fogata, pero fogarata era sólo la de San Pedro y San Pablo, la que nos desvelaba tempranamente desde los primeros días de marzo, cuando se suponía -suponían los mayores- que nuestra preocupación debía ser el cercano comienzo de las clases.
-Hay que empezar a juntar madera- era la orden tan esperada del líder de la barra, aquél que, a la manera de un estratega de los juegos infantiles, custodiaba celosamente que se cumpliera con el calendario que a nosotros más nos importaba.
La recolección de la madera tenía sus bemoles, dadas nuestras pretensiones de que nuestra fogarata fuera espectacular. De las casas, de los comercios o de las obras en construcción obteníamos cajones, muebles destartalados o sobrantes de tablas y listones. Y de calles y plazas recogíamos ramas, actuando a menudo como temibles depredadores naturales, capaces de deforestar los paraísos de la cuadra y privar de sombra a todo el vecindario. Pero la madera que más ambicionábamos no era la nuestra sino la de nuestros rivales de los barrios vecinos. Y era el líder de la barra, el aludido estratega, quien decidía cuándo, dónde y cómo caeríamos sobre el enemigo, despojándolo de sus troncos más preciados, entre los que estaba el que usaríamos como sostén de toda aquella efímera arquitectura, el palo mayor de la fogata.
La operación debía ejecutarse de noche, obviamente por sorpresa, aunque nunca faltase el soplón que adelantara nuestras intenciones y todo terminara en un lío descomunal de insultos y de piñas, que si no servían para apoderarnos del preciado bien que íbamos a buscar, resultaban finalmente útiles para acabar con los dientes de leche que se resistían a caer. A veces, sin embargo, lográbamos nuestro objetivo, aunque tarde o temprano vendrían los del otro barrio en busca de nuestros mejores troncos, y todo terminaba siendo una suerte de trueque nunca admitido, cuya representación bélica nos servía a unos y a otros, como los “desafíos” del fútbol en la calle o en los potreros, para medir nuestras fuerzas.
Así, durante casi cuatro meses, reuníamos laboriosa y arriesgadamente la madera que quemaríamos en una ceremonia cuyo significado ignorábamos, pero que alimentaba nuestras fantasías y las de los adultos que, cuando faltaban pocos días para armar y encender la fogata, se unían a nuestra causa.
Tan importante como el palo mayor era el muñeco, una suerte de espantapájaros destinado a arder como una bruja en las piras medievales, y que construían con fervor los artesanos de la barra, ayudados por los adultos conversos, los que pese a advertirnos que hacer una gran fogata en la vía pública estaba prohibido y nos correría la policía, nos alentaban a seguir adelante.

Y es que, por sobre edictos u ordenanzas que los limitaban o prohibían, los fuegos de San Pedro y San Pablo constituían una fiesta de la que nadie quería privarse. Por eso, cuando llegaba la noche del 28 de junio de cada año, chicos y grandes escapaban sigilosamente de sus casas para no perderse el comienzo, primero, y luego el apogeo de la “fogarata”. Los rostros rubicundos y la expresión fascinada de los vecinos alrededor del fuego debieron remedar los de los pobladores originales de estas tierras cuando se reunían junto al fuego al final de cada día, dueños del desierto y amos absolutos de sus vidas sin límites.
Mientras tanto, obligado por el reglamento y por una desganada orden del comisario de la seccional, el policía de la cuadra, que durante el resto del año era un vecino más, interrumpía el ensueño colectivo con su silbato y se producía el desbande, entre risas y gritos de excitación.
El fuego seguía ardiendo, sin embargo, lento y sereno como la madrugada, y al amanecer otras sombras furtivas volvían a él para asar papas y batatas en sus brasas, cuyo sabor consagrado por la misa pagana parecía estar llamado a purificarnos.

No he vuelto a ver los fuegos de San Pedro y San Pablo, ni a los amigos de entonces. No vivo hoy en Buenos Aires, aunque tuve noticias de que en algunos barrios se intenta reeditarlos. Me gustaría, alguna noche de junio, acercar a ese fuego mi nostalgia. Claro que los pibes de entonces ya no están para pelear por las maderas y que tal vez las actuales fogatas se parezcan más a actos oficiales que a aquellos encuentros clandestinos, irrecuperables ceremonias de la infancia, tibieza y brasas de una memoria que nunca se convertirá en cenizas.

jueves, enero 15, 2009

BOLIVIA

Bolivia es un país encerrado. Una guerra impulsada por el imperialismo la privó hace un siglo de su salida al mar. Bolivia es quizás, después de Haití, el país más pobre de América. Y "para colmo", tiene hoy un presidente indígena, un tal Evo Morales, al que los blancos ricos del Oriente boliviano quieren asesinar y, antes o después, segregarse de la Bolivia ancestral.
La noticia no es ésa, la noticia es que, amenazado, acosado por sublevaciones salvajes de los racistas, el gobierno indígena de Evo ha logrado erradicar el analfabetismo.
En tres años, venciendo descalificaciones y agravios de todo calibre, afirmándose en la recuperación de sus recursos naturales, Evo y su gente lo han logrado.
Bolivia limita con Brasil, el país más rico y poderoso de la región, gobernado hoy por el PT de Lula. Un informe oficial brasileño indica que pese a que Brasil consiguió reducir el índice de analfabetismo desde el 15,9 por ciento en 1997 hasta el 10,5 por ciento en 2007, la tasa continúa siendo una de las peores de América Latina.
En cualquier caso, también el gobierno brasileño lucha denodadamente contra la ignorancia y la pobreza. Pero vale destacar los resultados de una gestión que, como la de Evo Morales, sólo es citada en la prensa internacional cuando Bolivia recupera la explotación del gas natural o cuando sus cerriles opositores avanzan en sus proyectos de segregación.

martes, enero 13, 2009

PIEDRAS DE AMOR

El verdadero amor es el primero. Los demás son historias. Felices, algunas, desdichadas, otras, nunca indiferentes si de amor se trata.
Pero el auténtico, el que nos partió el alma y ni creciendo pudimos sellarla, es el primero.
Mi primer amor vivía en la casa de al lado.
Rubia, inalcanzable para un pibe de siete, ocho años. Algo más que un muro de tres metros de alto nos separaba: mi timidez. Escritor precoz, poeta por necesidad, intenté conquistarla enviándole cartas que, envolviendo una piedra, arrojaba por encima del muro, durante la inacabable hora de la siesta.
Ella las recibía, lo supe por sus miradas, a la tarde cuando, terminada la siesta que yo jamás dormía pese a las intimaciones de mi madre, se abrían las compuertas del barrio y todo el chiquilinaje salía en oleadas a la calle. A jugar a la pelota, los varones, a andar en bici o en patines, las chicas, y en algún momento, a la escondida, juego mixto en el que nació más de un romance.
Un día, una de mis cartas misiles dio de lleno sobre el techo de chapa del taller en el que trabajaba el padre de la rubia que, al regreso de la fábrica en la que era obrero, arreglaba bicicletas, monopatines y triciclos, supongo que para redondear un salario decente y poder alimentar y educar a sus tres hijos, rubia incluida.
Escándalo y bochorno.
El tipo llamó a la puerta de mi casa, furioso con ese salvaje que tiene ahí encerrado, gritaba, y mi madre que, al tiempo que se deshacía en disculpas, me anticipaba moviendo como guillotina su mano izquierda la magnitud de la biaba que se venía.
No era para menos, tirarle piedras al vecino por sobre la medianera. El tipo, hay que decirlo, fue cauto pese a su indignación y no reveló que la piedra había llegado envuelta en una carta de amor.
Pero ella, rubia y, como toda rubia, jactanciosa, aprovechó el escándalo para mostrar a todo el mundo no sólo la última sino todas las cartas que, a lo largo de semanas, habían llovido sobre su jardín. Piedras y más piedras que, al hacerse públicas entre mis amigos del barrio, cayeron sobre mí como una tormenta de granizo.
En esa época y a nuestra edad, la mayor vergüenza entre todas las vergüenzas era que las turbas de pantalón corto te señalaran gritando está de novio, está de noooviooo...
Quedaba claro que, a partir de esa denuncia colectiva, ya nada sería igual.
Tampoco lo fue esta vez. A las pocas semanas, el vecino con sus tres hijos incluida la rubia se fue del barrio. Mi madre me acusó de haber provocado esa mudanza con mis piedras de amor.
También nosotros nos mudamos, meses más tarde, y aproveché el cambio de casa para dedicarme a crecer.
Volví al barrio cuando cumplí veinte años. Faltaban pocos días para ingresar a la milicia, que era obligatoria, y para mí, como para cualquiera que le haya tocado, era como ir a la guerra y antes de alistarse había que dejar las cosas en orden , entre ellas, los recuerdos.
Ahí estaban las dos casas, tal y como las habíamos dejado. Me detuve frente a la de la rubia y toqué el timbre, decidido a inventar cualquier excusa cuando me abrieran, sólo quería cerciorarme de que ya nada era igual y que mi mundo de la infancia estaba habitado por extraños.
Como nadie respondió a mis timbrazos, acabé recogiendo una piedra y arrojándola con fuerza y efecto suficiente -además de mi conocimiento del terreno- para dar otra vez de lleno sobre el techo de chapa del taller del fondo. Oí el estampido, di media vuelta y me alejé a paso rápido. Esperaba que alguien me reclamara por lo que había hecho, que una barra de pibes atorrantes me siguiera, gritando está de novio está de novioooo.
Me detuve y me di vuelta, al cabo de varias calles en fuga.
Nadie me seguía, nadie volvió a acusarme, ni esa tarde ni ya nunca, de estar enamorado.

sábado, enero 10, 2009

BIEDMA, NO VIEDMA

La de lector es condición de navegante, de argonauta a borde de un sueño ajeno. Ni capitán ni marinero, tampoco polizón o pasajero burgués. En todo caso, maravillado tripulante que no teme al rumbo que tome la nave -el libro-. Sabe que esa historia no arribará a puertos previsibles, que la nave no encallará en lugares comunes, que al final, siempre, habrá un descubrimiento.
Hablo del lector de Juan Ramón Biedma, sevillano, Juan Ramón como Jiménez, el del borrico Platero, Biedma como el catalán Jaime Gil de, y no Viedma como la capital de nuestra provincia de Río Negro
Parece un seudónimo, un "nombre artístico" como los que usaban actores y actrices de nuestro cine de los cuarenta. Los del sur de España son así, sobre todo si son poetas: sobreactuados, teatrales, voz grave y decir intenso, aunque como en el caso de Juan Ramón esos fuegos no enceguezcan ni amenacen con reducir a cenizas la sustancia de su tarea artística, la literatura.
De Biedma acaba de distribuirse en España un comic, tebeo, historieta, bitácora de un misionero de las sombras, de un profeta de la incertidumbre. Se llama "Riven, la ciudad observatorio". Editò Ediciones B.
La promo dice:

España, mediados del XIX. Atalaya, una ciudad portuaria del norte, se está convirtiendo en un mundo que sintetiza todos los mundos, en el presbiterio del purgatorio. Allí llegará Riven, quien habrá de enfrentarse a las fuerzas sobrenaturales, a los más extraños personajes y a sus propias visiones, para terminar descubriendo que aquella ciudad maldita no es más que el punto de partida en su peregrinaje hacia el infierno.

Huevadas, lo que cuenta es Biedma.

viernes, enero 09, 2009

MAYO VA CON ELLE, Y QUÉ

Si todos los comienzos de año arrancaran leyendo un cuento como el que nos regala Mallo con elle, valdría la pena seguir viviendo. Aunque igual sigamos, a ver qué onda, a lo mejor la Carrió la pifia y el apocalisi se demora -como los trenes residuales que nos dejó Carlitos (no Gardel, el otro).
Disfruten de Mallo, los que escriben más o menos en serio, y aprendan, los bestias: así sí se levantan minas.

- Trabajito -
por Ernesto Mallo

Estoy esperando. He venido a matar. En dos horas amanecerá. Estoy en mi auto. Bueno, mi auto. La calle está desierta. De los edificios comienzan a salir porteros con botas a lavar veredas. El mundo se desbarranca. Yo soy la prueba más contundente de ello. Pero las veredas mojadas y relucientes del amanecer parecen darle alguna esperanza. El hecho de que tanta gente se preocupe todavía porque las veredas estén limpias significa, de algún modo, que no todo está perdido. La higiene es importante. Espero.
El handy reposa en el asiento del acompañante. Beto lo usará para informarme que el punto ya ha dejado su BMW en el garage de la vuelta y alertarme de que en seguida aparecerá por la calle donde estoy estacionado. Luego seguirá la ejecución de una serie de pasos muy estudiados y practicados. La cosa ya va convirtiéndose en rutina: Cuando pase junto a mi auto abriré la puerta, que ya está destrabada. Descenderé y la cerraré sin ruido gracias a las telas adhesivas que coloqué en la cerradura. Caminaré en silencio detrás de él. Me acercaré sin que me advierta (el lugar ha sido elegido teniendo en cuenta que la luz del sol no anticipe mi sombra). Colocaré el cañón de mi Ruger .22 largo justo detrás y debajo de la oreja apuntando oblicuamente hacia arriba y gatillaré. La bala .22 no es muy efectiva a larga distancia, pero a corta, dada su gran velocidad inicial, atraviesa fácilmente el hueso del cráneo, va destruyendo todo el tejido cerebral que encuentra en su camino y, por su escasa potencia, se estaciona en mitad de la masa encefálica, de donde es imposible extraerla. En 48, 72 horas máximo, de agonía inconsciente, el sujeto se muere. Limpio, rápido, sin bochinche, efectivo. Luego del disparo, la víctima ni siquiera caerá al suelo, se tambaleará como borracho durante unos momentos, generalmente cortos, pero suficientes para que Beto me alcance con su coche y me saque de allí antes de que alguien pueda darse cuenta de lo sucedido. En el viaje me quitaré la ropa sport que llevo encima del traje. A no más de veinte cuadras me bajaré, junto a un container, donde arrojaré el paquete de ropa usada. Beto desaparecerá. Yo detendré un taxi cualquiera y le indicaré el microcentro. Con mi maletín pareceré un ejecutivo de tercera línea que se dirige a su trabajo.
Miro el handy, sus luces están encendidas, en la pantalla LCD se lee En Reposo, junto a un cuadradito negro intermitente. Miro por el espejo. Es otoño. Al fondo el cielo clarea tras los edificios y entre las ramas de los plátanos. La calle es muy parecida a la de mi barrio. El clima es el mismo. Yo iba a la escuela por esas veredas, arrastrando los pies hasta que las hojas secas los envolvían completamente formando un gran par de botas vegetales que, en los momentos de mayor caída, me llegaban casi hasta las rodillas. Yo me sentía gigantesco, poderoso y alto como esos plátanos. En calles así crecí. En calles así me enamoré de Cristina. Cinco años mayor que yo. En Reposo.
Cristina era la hermana de Raúl. Raúl no era mi amigo. Durante cuatro años cultivé su amistad sólo por estar cerca de Cristina. Cristina me trataba con dulzura, sonreía al besarme las mejillas, cerca de los labios, se alegraba de verme. Por las mañanas, desde mi ventana, la veía salir para su trabajo, Cristina era recepcionista en una empresa del centro, el pelo todavía mojado de la ducha. Parecía una chica de aviso publicitario, me quedaba mirándola hasta que ascendía al 109, allá en la esquina. Algunas veces simulaba tener algo que hacer y me subía al micro con ella y hacía todo el viaje a su lado conversando, bendiciendo los embotellamientos que prolongaban el viaje. Yo bajaba en la parada siguiente a la de ella y me volvía caminando. Por la tarde la observaba al regresar, entrando en su casa para volver a salir, media hora más tarde, bañada nuevamente, rumbo a la Pitman. Cristina era una chica limpia. Los sábados iba al club. Yo me metía entre las vías y el alambrado y desde allí la miraba practicar gimnasia sueca. Llevaba un diario en el que anotaba todo cuanto Cristina hacía y decía. En muchas ocasiones la seguía durante todo un día sin que ella se diera cuenta. Ella era muy ordenada. El orden es importante.
Cristina crecía rápidamente. Pronto comenzó a salir de noche, a bailar. Siempre salía con chicos distintos, del centro, del trabajo, seguro, que la venían a buscar en coche. Yo no tenía edad para ir a bailar, ni coche. Raúl entró al Liceo Militar. A mí me rechazaron, pero ingresé a la Federal. Cuando me recibí, y me entregaron mi uniforme, sin pasar por mi casa, fui derecho a la de Cristina. Quería que ella viese lo bien que me quedaba. Recuerdo que fue una brillante mañana de otoño, como ahora.
En Reposo. Miro por el retrovisor, la calle está vacía. Si el tarado este se demora un poco más habrá mucha gente en la calle y tendremos que abortar.
Me pareció que pasó una eternidad hasta que la mamá abrió la puerta. -Carlos, qué elegante, pasá, esto ya parece un desfile- En la sala estaban Cristina y un teniente del ejército sentados en el sillón, demasiado próximos. Yo me quedé paralizado. Mi traje, comparado con el de Gustavo, así se llamaba, parecía de cuarta. A partir de entonces el nombre de Gustavo comenzó a aparecer con odiosa insistencia día tras día en mi diario. Una noche me invitaron a tomar algo en casa de Cristina. Estaba toda la familia reunida y muchos amigos.
Agarro el handy: -Che, ¿qué pasa?-, -No pasa nada, el punto no aparece- En Reposo.
El padre anuncia que Cristina va a comprometerse con Gustavo. Yo la miro, ella baja la mirada y se sonroja. Me voy de la casa. Cristina me alcanza en la puerta: -Quería ser yo la que te lo dijera, pero no me animé-. Estuve cuatro días sin comer. A Gustavo lo destinaron en Córdoba. A través de la ventana de mi habitación escuché cuando salieron para el casamiento al que no fui. Ni siquiera me acerqué a la ventana para verla partir. Aquella fue la última vez que no la vi. Porque Cristina murió un año más tarde para la misma época en que a mí me echaron. Dicen que fue por una enfermedad que se llama no sé qué en placa, pero yo sabía que había muerto por causa de Gustavo.
El handy titila y silba -Atento Carlos, acaba de llegar.
El punto aparece en el retrovisor. Viene caminando lentamente, despreocupado. Me pregunto qué habrá hecho y me contesto que nada que a mí me importe. Con la izquierda agarro la manija de la puerta y con la derecha saco la Ruger de la cartuchera que coloco en el bolsillo de la campera. El punto pasa junto a mi auto. Abro, bajo, camino rápidamente detrás de él. Me acerco. Saco la pistola. La alzo hacia su cabeza. El corazón me late en las sienes. El debe sentir algo porque comienza a volverse. Gatillo. Se oye un ruido parecido al de una puerta que se golpea. El se detiene y comienza a tambalearse. Se vuelve y me mira a los ojos. Me mira es un decir, porque sus ojos están vacíos. Doy un paso al costado, hacia la calle. Beto frena a mi lado, subo, arrancamos. Me vuelvo, por la esquina dobla un patrullero. Cuando el policía que va de acompañante gira la cabeza para mirar al punto, que está ahora agarrado de la pared, pienso que nos entregaron. Pero el patrullero sigue su camino. Beto se dice: -Tranquilo, tranquilo-. Pasan de largo. Llegamos al container. Justo al lado está el mismo patrullero. -No parés Beto, seguí-. Seguimos. Estoy transpirando, Beto también. Me bajo en otro lugar, junto a otro container. Arrojo el atado de ropa. Beto desaparece. Detengo un taxi, pero en lugar de enfilar para el centro, indico Villa del Parque.
Desciendo frente a la casa de Cristina. Está igual, sólo que más vieja. Mi casa ya no existe más. El barrio es totalmente distinto. Los árboles también han desaparecido. Las calles están sucias y desordenadas. No conozco a nadie allí y nadie me conoce a mí. Mañana pasaré a cobrar, luego me haré de un par de gramos de coca, y la remataré con alguna puta del centro, una de esas que parecen secretarias.