El verdadero amor es el primero. Los demás son historias. Felices, algunas, desdichadas, otras, nunca indiferentes si de amor se trata.
Pero el auténtico, el que nos partió el alma y ni creciendo pudimos sellarla, es el primero.
Mi primer amor vivía en la casa de al lado.
Rubia, inalcanzable para un pibe de siete, ocho años. Algo más que un muro de tres metros de alto nos separaba: mi timidez. Escritor precoz, poeta por necesidad, intenté conquistarla enviándole cartas que, envolviendo una piedra, arrojaba por encima del muro, durante la inacabable hora de la siesta.
Ella las recibía, lo supe por sus miradas, a la tarde cuando, terminada la siesta que yo jamás dormía pese a las intimaciones de mi madre, se abrían las compuertas del barrio y todo el chiquilinaje salía en oleadas a la calle. A jugar a la pelota, los varones, a andar en bici o en patines, las chicas, y en algún momento, a la escondida, juego mixto en el que nació más de un romance.
Un día, una de mis cartas misiles dio de lleno sobre el techo de chapa del taller en el que trabajaba el padre de la rubia que, al regreso de la fábrica en la que era obrero, arreglaba bicicletas, monopatines y triciclos, supongo que para redondear un salario decente y poder alimentar y educar a sus tres hijos, rubia incluida.
Escándalo y bochorno.
El tipo llamó a la puerta de mi casa, furioso con ese salvaje que tiene ahí encerrado, gritaba, y mi madre que, al tiempo que se deshacía en disculpas, me anticipaba moviendo como guillotina su mano izquierda la magnitud de la biaba que se venía.
No era para menos, tirarle piedras al vecino por sobre la medianera. El tipo, hay que decirlo, fue cauto pese a su indignación y no reveló que la piedra había llegado envuelta en una carta de amor.
Pero ella, rubia y, como toda rubia, jactanciosa, aprovechó el escándalo para mostrar a todo el mundo no sólo la última sino todas las cartas que, a lo largo de semanas, habían llovido sobre su jardín. Piedras y más piedras que, al hacerse públicas entre mis amigos del barrio, cayeron sobre mí como una tormenta de granizo.
En esa época y a nuestra edad, la mayor vergüenza entre todas las vergüenzas era que las turbas de pantalón corto te señalaran gritando está de novio, está de noooviooo...
Quedaba claro que, a partir de esa denuncia colectiva, ya nada sería igual.
Tampoco lo fue esta vez. A las pocas semanas, el vecino con sus tres hijos incluida la rubia se fue del barrio. Mi madre me acusó de haber provocado esa mudanza con mis piedras de amor.
También nosotros nos mudamos, meses más tarde, y aproveché el cambio de casa para dedicarme a crecer.
Volví al barrio cuando cumplí veinte años. Faltaban pocos días para ingresar a la milicia, que era obligatoria, y para mí, como para cualquiera que le haya tocado, era como ir a la guerra y antes de alistarse había que dejar las cosas en orden , entre ellas, los recuerdos.
Ahí estaban las dos casas, tal y como las habíamos dejado. Me detuve frente a la de la rubia y toqué el timbre, decidido a inventar cualquier excusa cuando me abrieran, sólo quería cerciorarme de que ya nada era igual y que mi mundo de la infancia estaba habitado por extraños.
Como nadie respondió a mis timbrazos, acabé recogiendo una piedra y arrojándola con fuerza y efecto suficiente -además de mi conocimiento del terreno- para dar otra vez de lleno sobre el techo de chapa del taller del fondo. Oí el estampido, di media vuelta y me alejé a paso rápido. Esperaba que alguien me reclamara por lo que había hecho, que una barra de pibes atorrantes me siguiera, gritando está de novio está de novioooo.
Me detuve y me di vuelta, al cabo de varias calles en fuga.
Nadie me seguía, nadie volvió a acusarme, ni esa tarde ni ya nunca, de estar enamorado.
El poder de la imaginación
Hace 2 días
No hay comentarios:
Publicar un comentario