Me lo descubrió un amigo que, curiosamente, no leía policiales porque lo consideraba un género menor. Tampoco yo escribía entonces policiales y por eso mi amigo era mi amigo.
Adolfo Pérez Zelaschi fue catalogado como escritor de policiales, pese a que, como él mismo lo dijo, "no es culpa mía sino de las antologías. Ni siquiera el 15% de mi producción es policial".
Fue poeta y –nadie es inocente hasta que se demuestre lo contrario- miembro de la Academia Argentina de Letras (institución de purólogos del lenguaje cuya sola mención me inspira escribirla con mayúsculas). Tal vez por eso, porque vivió su producción policial de manera algo vergonzante, pocos lo recuerdan y unos cuantos echan su obra a la parrilla, cuando se trata de citar autores.
En su necrológica correspondiente, el diario “La Nación” cita sus obras de género: "El caso de la muerte que telefonea" (novela, 1966), "Divertimento para revólver y piano" (1981) y "Mis mejores cuentos policiales" (1989) lo sitúan en esa temática. Pérez Zelaschi sostenía que sus relatos no se caracterizaban por crímenes horrendos o escenas nefastas, sino que "eran crímenes apacibles, para fin de semana, aunque el que revise mi biblioteca hallará, entre otras cosas, dos o tres tratados de toxicología, otros tantos sobre armas de fuego y algunos más sobre medicina legal".
Crímenes apacibles, decía Pérez Zelaschi. Los hay, seguramente. Tal vez él empezó a perpetrarlos cuando al escribir sus primeros relatos policiales supo que sería el primer sospechoso de su propia, silenciosa muerte.
El poder de la imaginación
Hace 6 días
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