Quién sabe en qué barco había llegado a Buenos Aires, con qué sueños y pesadillas, si vino a esconderse o a seguir luchando, éramos pibes y nada de su historia nos importaba, tampoco la habríamos entendido porque nadie, hasta entonces, nos había explicado qué era el fascismo.
Pasaba caminando, todas las tardes, con dos canastas unidas por un palo de escoba que cargaba sobre su espalda, en precario equilibrio, como una destartalada imagen de la justicia. Era viejo, muy pobre, desdentado, y ofrecía su mercadería farfullando un acento más cocoliche que italiano: aco, limone, huebo, perequile grati... aco, limone, huebo, perequile grati...
La barra –cinco, siete, diez pibes cuando estábamos todos- lo seguía a lo largo de la cuadra, gritándole ¡Mussolini! El viejo se daba vuelta, las canastas se agitaban en los extremos del palo de escoba como badajos sin campana, fligi di putana, porca miseria, la puta que los parió, gritaba sin aliento, agobiado por la carga, la caminata, la dura vida de inmigrante. Y entre gritos y risas, los pibes nos dispersábamos como corridos por un ogro miserable, tristón, incomprensible.
Un día pasó antes de la hora habitual, o después, o estuve en el lugar y el momento equivocados, quién sabe. Yo estaba solo, sentado en el umbral de mi casa, esperando ante la calle desierta a que se acabara la hora eterna de la siesta. El viejo apareció en la otra esquina y empezó a acercarse. Por la misma vereda en la que yo estaba sentado, para colmo, cuando lo habitual era que caminara por la de enfrente. A lo mejor, cansado de las burlas, pensó que pasando más temprano y por la vereda opuesta nos evitaría.
Mi primer impulso fue entrar en mi casa, no tenía ganas de verlo pasar, o tuve vergüenza por estar solo, pero me quedé sentado, como esperándolo.
Aco, limone, huebo, perequile grati... aco, limone, huebo, perequile grati... fue acercándose el viejo, sin que ninguna puerta se abriera, sin que nadie a lo largo de la cuadra lo detuviera para comprarle, aco, limone, huebo, perequile grati... aco, limone, huebo, perequile grati...
Pasó casi rozándome, arrastrando los pies probablemente llagados de tanto andar por las calles y el mundo, murmurando frases en escondidos dialectos del pasado, sin mirarme.
Se alejó así, ensimismado, y cuando estuvo a cinco, diez metros, envalentonado, me levanté del umbral, puse mis manos haciendo bocina sobre mi boca y le grité: ¡Mussolini!
No se volvió a insultarme, ni siquiera se detuvo, ni me miró, y entré en mi casa, confundido, preguntándome, por primera vez en mi infancia, quién habría sido de verdad Mussolini.
A la mañana siguiente lo encontraron, al borde del terraplén del ferrocarril que cruzaba el barrio, boca arriba sobre el palo de escoba y las canastas volcadas, muy abiertos los ojos desde quién sabe cuándo, quizás desde su Italia natal o mirando por fin, en el cielo limpio del amanecer, la infancia en su lejana aldea, antes de la llegada al poder de ese Mussollini cuya sola mención tanto lo alteraba.
El poder de la imaginación
Hace 3 días
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