Lo que no nombrás, no existe.
Nada nuevo, lo saben las dictaduras cuya primera medida represiva es prohibir mencionar al enemigo. Los golpistas que derribaron a Perón en 1955 prohibieron nombrarlo, la dictadura de 1976 prohibió informar sobre acciones guerrilleras y los combatientes pasaron a ser “delincuentes subversivos”. Todavía hoy, gente que vivió aquella época con entusiasmo habla de “subversivos” cuando se refiere a compañeros masacrados y desaparecidos.
El odio, el despecho, la falta de talento, inducen a imitar esas conductas en el ámbito más doméstico y sórdido de la “competencia” literaria. Esta práctica, en un ámbito de ventas trabadas por la falta de difusión comercial, de promociones artesanales, puede herir de muerte a un libro.
El mundo tal y como lo conocemos podría desarticularse como un castillo de naipes o de arena.
Y sin embargo a muchos de los que insistimos en rearmar esos castillos con algo de belleza, nos cuesta entender que nuestros libros son, a lo sumo, unas pocas entre muchas otras cartas o puñados de esa arena mágica con la que levantamos tozudamente las ciudadelas sitiadas de la literatura.