
Y volver y volver a la Dalia Negra
Hace 5 días
Con pretensiones de que acá nos encontremos para opinar, hablar de brolis y de naifas, arreglar el mundo -que falta le hace-, confirmar que somos inmortales.

¿Cuánto nos pesa la amistad? De pronto la vida, esa entelequia a la que nos aferramos, nos obliga a desprendernos de un amigo como de una bolsa de arena que nos impide subir. Luego, asfixiados ya en las excesivas alturas, nos asomamos al vacío en busca de aquello que perdimos. No siempre, claro, nos toca desprendernos. A veces somos los desprendidos. Y la caída es infinita porque el único nivel que nos contiene es el desconsuelo. No hay razones para perder amigos. No son -no somos- contrapesos de ninguna desazón existencial. Las alturas que alcancemos sin ellos serán la exacta contrapartida de los abismos a los que los arrojamos. O nos arrojan.
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Biedma presentó en Madrid una reedición de "El espejo del monstruo"
El diario "La Nación" del último domingo advierte, en una nota titulada "El regreso de la Araucania", sobre los riesgos que se ciernen en la Patagonia argentina. Soliviantados por tanto discurso progre y tanto turismo a las raíces de nuestra "cultura originaria", parece que los indios mapuche no sólo quieren recuperar una millonésima parte del territorio que les birlaron conquistadores españoles y criollos. Ahora se estarían reuniendo para planear alguna clase de toma del poder, bajo los auspicios y el apoyo logístico, cuándo no, de la guerrilla colombiana y, si te descuidás, del chavismo. ¡Indios sotretas! Hasta se atreven a pedir que la bandera de la araucania sea izada junto a la nacional. ¡Otra vez el cuco del trapo rojo!
Nadie sabe si Dios existe, si alguna clase de ser supremo ha dado origen a este mundo. Tampoco nadie puede afirmar con pruebas de laboratorio que no exista. Unos y otros, creyentes y escépticos, afirman sin embargo sus respectivas verdades. Los que dicen que no, tienen un argumento bastante sólido: dados los resultados de su presunto plan maestro, a quién se le ocurre que este desastre sea obra divina. Los creyentes también tienen su argumentación: todo lo que sucede tiene un fin último cuyo sentido se nos escapa. Ni el Tercer Reich ni Elisa Carrió son obra de la casualidad biológica de nuestra rara especie.
Están ahí, en cualquier calle. O irrumpen en el vagón del subte, con sus instrumentos y su breve música. La mujer, sesenta y cinco, ciento diez kilos, la misma que odió siempre los espejos, se refleja en ellos y se ve tan bella, probable y lejanamente enamorada. Casualidad, azares del alma, tocan esta tarde la canción que ella oyó cuando él aquella otra, remota tarde. Ella olvidó prudentemente su rostro y hasta sus caricias y sus besos, pero no la música. De pronto la mujer a su lado, más joven, atractiva aunque furiosa con por lo menos este mundo que le toca, la codea y dice qué manga de vagos, deberían ir a trabajar en vez de andar dando conciertos que nadie les pide. Y ella acepta –porque ya se van los músicos, después de recoger algunas monedas, y porque no tiene ganas de que nadie le quite el sabor sin tiempo de sus recuerdos-. Que sí, que qué vergüenza, aunque peor sería que roben. La mujer a su lado parece conforme, algo frustrada porque esa manga de vagos seguirá azotando con sus melodías a los pasajeros indefensos de otros vagones del subte, a los caminantes de otras calles, a los solitarios de otras plazas. Y en un par de minutos aquí mismo habrá llegado el momento, la estación indicada, el final del recorrido, el último compás de aquella tarde.
Ya no te amo, dijiste al despertar, esta mañana. Nunca me amaste, te aclaré. ¿Y qué fue lo de anoche? Amor delivery, te expliqué: llamas, pides una noche de amor y te la traen a domicilio, pero es sólo eso, una noche. ¿Y si quisiera más, si realmente me hubiera enamorado de vos?, preguntás. Sólo lo fugaz perdura, te respondo. 
Cristina Fallarás había publicado "No acaba la noche": otro estilo, otra temática y la misma preocupación existencial."Así murió el poeta Guadalupe", novela de Cristina Fallarás - Alianza Editorial, 191 páginas















Tal vez no haya nada nuevo en literatura, tal vez todo haya sido contado y, en definitiva, la historia del hombre y la mujer sobre esta tierra no es tan original e inagotable como pretendemos quienes la vivimos. Lo raro, lo atractivo de este solitario oficio es que, pese a tanta obviedad con pretensiones de profunda innovación que se publica, una novela que no cuenta nada demasiado importante, lo haga con la sencillez de las buenas e inolvidables fábulas, con recursos limpios y personajes que se las arreglan muy bien para independizarse del autor y presentarse ante el lector como si vinieran de otra parte, como si Argemí no tuviera nada que ver con ellos y su rol fuera el de simple introductor, un viejo amigo que a su vez nos presenta a sus viejos amigos y se retira, o se quita del primer plano, de la omnisciencia a la que son tan afectos muchos escritores, como si temieran que sus tramas y personajes les robaran protagonismo. En "La última caravana", sin embargo, Raúl Argemí está más presente que en todas sus anteriores novelas. Porque la fábula que allí se cuenta despliega personajes y situaciones que son señales de identidad: de una generación, de una pertenencia territorial e histórica intransferibles, la de quienes creyeron haber encontrado en la revolución una suerte de piedra filosofal. Aquellos alquimistas regresan, al paso de los años, para encontrarse en una encrucijada del tiempo, Fiske Menuco, un desangelado pueblo de la Patagonia profunda, y prepararse, como náufragos que rescatan los restos del buque encallado, para fundar o ir al encuentro de una nueva Atlántida, el Polo Somuncurá. De la conversación entre Laura, que hurga en aquel naufragio para encontrar los fragmentos que le permitan armar el rompecabezas de su memoria, y Roque Pérez, testigo casi marginal de aquel protagonismo, se van tejiendo los hilos de esta historia. "La última caravana" es esa crónica serena, triste pero también hilarante, es el grotesco -género nacional por excelencia- que Armando Discépolo fundó en el teatro rioplatense, impregnando la novela de Argemí. La peripecia de un grupo de exiliados de su propia historia, de quienes han sobrevivido para ser testigos y cronistas de sus derrotas y, en una suerte de sublevación de los sentidos, buscan recapturar aquellas sensaciones, el aire rozagante, el enjambre de sueños que alguna vez formaron, la amenaza latente de que todo podría volver a suceder pero ya sin la sorpresa ni la magia de lo desconocido, del final abierto. Porque lo saben, o lo presienten, la aventura esta vez será distinta y el rumbo estará más librado al azar y a la locura, que a sextantes y brújulas que la historia ha desechado. Leer "La última caravana" es como encontrar en el arcón de los recuerdos aquella bitácora en la que supimos registrar nuestra intrépida navegación de juventud. Hay páginas fieles a lo sucedido, otras que parecen arrancadas y reescritas por sucesivos "descubridores" ocasionales, curiosos que se atrevieron a subir al altillo nada más que para espiar, corregir levemente, disfrutar de otra visión de los mundos posibles. La crisis argentina del 2001, el recurrente descalabro nacional, es apenas una referencia, un cuadro de situación equivalente a las camisas de fuerza que se usaban en los manicomios, suplantados luego, o reforzados, por electroshocks o cócteles químicos devastadores. Luchando contra ese desquicio, desafiándolo con imaginación y tozudez, los personajes de "La última caravana" nos permiten asomarnos otra vez a la garra narrativa de Raúl Argemí, acompañarlo en su intento -logrado, por cierto- de levar anclas de nuevo. Aunque hacia adelante el horizonte no coincida con el mar sino con la polvorienta y fría oquedad de la Patagonia.

