Biedma presentó en Madrid una reedición de "El espejo del monstruo"
Los monstruos de la literatura se han asomado ya en nuestra infancia, instruyéndonos en los recovecos de la noche, guiándonos, con torpeza tan congénita como sus deformidades, por pesadillas que eran al mismo tiempo señales, gritos ahogados, caricias perdidas en el desconsuelo. Así empezamos a discernir, con el transcurrir de las madrugadas, los variados tonos grises del espanto, el inasible rostro de la desesperanza.
Imagínate ahora, que ya eres adulto, unos monstruos que recojan la desolación del jorobado de Notre Dame, la lóbrega jocundia amorosa del fantasma en la Ópera de París, los siniestros mohines con los que la criatura del doctor Frankestein intentaba despertar la ternura despavorida de nuestras viejas tardes de cine.
Despójate, a continuación, de todo tu bagaje de prevenciones y prejuicios, de tus rechazos tanto como de tus adicciones, y acepta entrar, paso a paso, en un mundo donde, a diferencia del abordado por la Alicia de Lewis Carroll, tú eres el espejo.
Ya estás en clima y ya te desplazas por las entrañas de una novela nada común, de un folletín por entregas -si nos atenemos al formato propuesto por su autor-, de una historia donde al desgarro de la pérdida se suma el de las garras propiamente dichas, donde a la mirada oblicua y múltiple de la complejidad humana se suma la concentrada y unidireccional del cíclope, donde los cuerpos han sido torturados no hasta morir sino hasta nacer, donde la peor de las pesadillas comienza con el despuntar del sol.
Hay muchos y variopintos monstruos en "El espejo del monstruo", de Juan Ramón Biedma. O hay, por decirlo de otro modo, uno solo. Que en el espejo que eres tú, lector, empieza a refractarse, a multiplicarse como un tejido tumoral que busca ocupar los confines del universo.
Hay un inspector con nombre de cosecha, de rostro repulsivo arrasado alguna vez por el fuego, que se debate en sus propias cenizas para encontrar la fuerza indispensable que le permita tolerar aquello a lo que se enfrenta. Vendimia, que así se llama, se une a su pesar con Set Santiago, un abogado que ha purgado en prisión la peor de las condenas -la de la muerte tal vez involuntaria de su hija-. La misión que los une es hallar a los responsables de las horrendas muertes de seres solitarios, acorralados -por la sociedad genéticamente estable- a los últimos y hediondos rincones de su marginación, aislados, refugiados en la intemperie de lo irremediable.
Quienes así viven, esperando que tal vez la muerte los alivie, son víctimas que antes fueron victimarios. No tan feroces, probablemente, como esos ancianos de aspecto gentil y finos modales que sobreviven sin arrepentimiento ni pena a sus crímenes de lesa humanidad, sus atrocidades de guante blanco, sus trabajos por encargo para sostener un orden más aberrante que el establecido en indefensos cuerpos por la locura de las células.
Como en la anterior novela de Biedma, "El manuscrito de Dios", a los investigadores de "El espejo del monstruo" los une el rechazo, la soberbia que sólo da la absoluta soledad, la certeza del abismo como final de cualquier atajo. También hay una mujer, Paloma Terán, cuya lucidez y coraje es tardíamente reconocido por el dúo, y la sombra anfibológica de la pasión, que toma la forma de Taifa, la cuarta mujer que no lo es tanto sin dejar de serlo y que recorre la trama de la historia como un lobo puesto a lazarillo.
No te desveles, lector de monstruos, por llegar a la última página, no apures el paso, demórate en las palabras, que de eso se trata la literatura, y acepta los juegos a veces incandescentes, otras a lo ruleta rusa de la frase certera, de su a menudo reinventado idioma.
No te alarmes por tanta malformación, tampoco caigas en la tentación de las interpretaciones lineales, ni busques un único motivo al desvarío de una sociedad que se autocomplace en la violación sistemática del más débil, en la conmiseración racista, en el perdón a sí misma que ningún dios, ni el más perverso y de ser efectivamente escuchado, temido y obedecido, convalidaría.
El escenario es Sevilla, otra vez y por qué no, Sevilla. Ciudad monstruo, lluviosa, pecaminosa y oblicua, bifronte, de catedrales fugaces, de callejones donde de verdad comulgan los impíos.
Vendimia no puede dejar de investigar, teme al silencio y a la quietud, a la falta de peligro, al amor que se inventa en su momento más cruel y por eso mismo, más humano.
Set Santiago tampoco quiere detenerse, la culpa y la consiguiente repulsa a seguir viviendo lo empujan, prepotentes, hacia lo que más teme.
Paloma Terán, que hacia el final de la novela crece con toda la potencia de los personajes secundarios inolvidables, es ese hálito que recorre el libro, esa "ternura no deliberada" con la que el autor define, también tardíamente, a Paloma.
Y es que el horror, el verdadero horror, no es el que se inventa con palabras sino el que preside los actos de los hombres cuando se empeñan -y de qué otro modo se construyen las sociedades ordenadas- en imponerse unos a otros.
Los monstruos, en cambio, los ya aludidos de la literatura, los que aquí nos ocupan, caminan en puntas de pie por los desvanes de nuestras conciencias, arrastran sus cadenas de fantasmas biológicos, nos aterran porque cuestionan el orden que suponemos inmutable, devuelven sin afeites la real naturaleza de nuestros rostros de Narcisos.
No leas el libro de Biedma si buscas una historia de bestias repugnantes, de asesinatos atroces como desafíos al típico sabueso que sólo reacomoda las fichas para que siga el juego.
Intérnate en cambio en sus páginas -como Vendimia, Set Santiago, Paloma y Taifa lo hacen por sombríos arrabales de Sevilla, por hospitales abandonados, por clubes de putas y demoníacos santuarios- si lo que te atrae es esa sospecha de que la última palabra no ha sido dicha. Búscala en frases lacerantes de Biedma, en el humor que como la luz de una cerilla alivia las escenas más negras.
Y no confundas con efectos residuales de la adrenalina al estremecimiento que te deja el libro al terminar de leerlo. Será compasión lo que sientas, sobre todo por Set Santiago, ese abogado convicto de sí mismo, que demasiado tarde descubrirá que no somos el monstruo sino su espejo.
Hablando de la noche, Biedma apuesta con envidiable talento a la luz menos estentórea, la que desvela esa difusa línea de sombra con la que la tarde de invierno traza su límite. Con su literatura, Biedma carga y proyecta imágenes como una linterna mágica y nos recuerda, como un eco de Macedonio Fernández, que no toda es vigilia, la de los ojos abiertos.
Los monstruos de la literatura se han asomado ya en nuestra infancia, instruyéndonos en los recovecos de la noche, guiándonos, con torpeza tan congénita como sus deformidades, por pesadillas que eran al mismo tiempo señales, gritos ahogados, caricias perdidas en el desconsuelo. Así empezamos a discernir, con el transcurrir de las madrugadas, los variados tonos grises del espanto, el inasible rostro de la desesperanza.
Imagínate ahora, que ya eres adulto, unos monstruos que recojan la desolación del jorobado de Notre Dame, la lóbrega jocundia amorosa del fantasma en la Ópera de París, los siniestros mohines con los que la criatura del doctor Frankestein intentaba despertar la ternura despavorida de nuestras viejas tardes de cine.
Despójate, a continuación, de todo tu bagaje de prevenciones y prejuicios, de tus rechazos tanto como de tus adicciones, y acepta entrar, paso a paso, en un mundo donde, a diferencia del abordado por la Alicia de Lewis Carroll, tú eres el espejo.
Ya estás en clima y ya te desplazas por las entrañas de una novela nada común, de un folletín por entregas -si nos atenemos al formato propuesto por su autor-, de una historia donde al desgarro de la pérdida se suma el de las garras propiamente dichas, donde a la mirada oblicua y múltiple de la complejidad humana se suma la concentrada y unidireccional del cíclope, donde los cuerpos han sido torturados no hasta morir sino hasta nacer, donde la peor de las pesadillas comienza con el despuntar del sol.
Hay muchos y variopintos monstruos en "El espejo del monstruo", de Juan Ramón Biedma. O hay, por decirlo de otro modo, uno solo. Que en el espejo que eres tú, lector, empieza a refractarse, a multiplicarse como un tejido tumoral que busca ocupar los confines del universo.
Hay un inspector con nombre de cosecha, de rostro repulsivo arrasado alguna vez por el fuego, que se debate en sus propias cenizas para encontrar la fuerza indispensable que le permita tolerar aquello a lo que se enfrenta. Vendimia, que así se llama, se une a su pesar con Set Santiago, un abogado que ha purgado en prisión la peor de las condenas -la de la muerte tal vez involuntaria de su hija-. La misión que los une es hallar a los responsables de las horrendas muertes de seres solitarios, acorralados -por la sociedad genéticamente estable- a los últimos y hediondos rincones de su marginación, aislados, refugiados en la intemperie de lo irremediable.
Quienes así viven, esperando que tal vez la muerte los alivie, son víctimas que antes fueron victimarios. No tan feroces, probablemente, como esos ancianos de aspecto gentil y finos modales que sobreviven sin arrepentimiento ni pena a sus crímenes de lesa humanidad, sus atrocidades de guante blanco, sus trabajos por encargo para sostener un orden más aberrante que el establecido en indefensos cuerpos por la locura de las células.
Como en la anterior novela de Biedma, "El manuscrito de Dios", a los investigadores de "El espejo del monstruo" los une el rechazo, la soberbia que sólo da la absoluta soledad, la certeza del abismo como final de cualquier atajo. También hay una mujer, Paloma Terán, cuya lucidez y coraje es tardíamente reconocido por el dúo, y la sombra anfibológica de la pasión, que toma la forma de Taifa, la cuarta mujer que no lo es tanto sin dejar de serlo y que recorre la trama de la historia como un lobo puesto a lazarillo.
No te desveles, lector de monstruos, por llegar a la última página, no apures el paso, demórate en las palabras, que de eso se trata la literatura, y acepta los juegos a veces incandescentes, otras a lo ruleta rusa de la frase certera, de su a menudo reinventado idioma.
No te alarmes por tanta malformación, tampoco caigas en la tentación de las interpretaciones lineales, ni busques un único motivo al desvarío de una sociedad que se autocomplace en la violación sistemática del más débil, en la conmiseración racista, en el perdón a sí misma que ningún dios, ni el más perverso y de ser efectivamente escuchado, temido y obedecido, convalidaría.
El escenario es Sevilla, otra vez y por qué no, Sevilla. Ciudad monstruo, lluviosa, pecaminosa y oblicua, bifronte, de catedrales fugaces, de callejones donde de verdad comulgan los impíos.
Vendimia no puede dejar de investigar, teme al silencio y a la quietud, a la falta de peligro, al amor que se inventa en su momento más cruel y por eso mismo, más humano.
Set Santiago tampoco quiere detenerse, la culpa y la consiguiente repulsa a seguir viviendo lo empujan, prepotentes, hacia lo que más teme.
Paloma Terán, que hacia el final de la novela crece con toda la potencia de los personajes secundarios inolvidables, es ese hálito que recorre el libro, esa "ternura no deliberada" con la que el autor define, también tardíamente, a Paloma.
Y es que el horror, el verdadero horror, no es el que se inventa con palabras sino el que preside los actos de los hombres cuando se empeñan -y de qué otro modo se construyen las sociedades ordenadas- en imponerse unos a otros.
Los monstruos, en cambio, los ya aludidos de la literatura, los que aquí nos ocupan, caminan en puntas de pie por los desvanes de nuestras conciencias, arrastran sus cadenas de fantasmas biológicos, nos aterran porque cuestionan el orden que suponemos inmutable, devuelven sin afeites la real naturaleza de nuestros rostros de Narcisos.
No leas el libro de Biedma si buscas una historia de bestias repugnantes, de asesinatos atroces como desafíos al típico sabueso que sólo reacomoda las fichas para que siga el juego.
Intérnate en cambio en sus páginas -como Vendimia, Set Santiago, Paloma y Taifa lo hacen por sombríos arrabales de Sevilla, por hospitales abandonados, por clubes de putas y demoníacos santuarios- si lo que te atrae es esa sospecha de que la última palabra no ha sido dicha. Búscala en frases lacerantes de Biedma, en el humor que como la luz de una cerilla alivia las escenas más negras.
Y no confundas con efectos residuales de la adrenalina al estremecimiento que te deja el libro al terminar de leerlo. Será compasión lo que sientas, sobre todo por Set Santiago, ese abogado convicto de sí mismo, que demasiado tarde descubrirá que no somos el monstruo sino su espejo.
Hablando de la noche, Biedma apuesta con envidiable talento a la luz menos estentórea, la que desvela esa difusa línea de sombra con la que la tarde de invierno traza su límite. Con su literatura, Biedma carga y proyecta imágenes como una linterna mágica y nos recuerda, como un eco de Macedonio Fernández, que no toda es vigilia, la de los ojos abiertos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario