No todos mueren de lo que parece que han muerto.
A los viejos, por ejemplo, a menudo se los abandona porque dan trabajo, apestan, no acaban de morirse. Se los interna en geriátricos que remiten a los sombríos caserones de una excelente serie inglesa –de hace muchos años- que abundaba en la descripción de manicomios con patíbulo incluido.
Un viejo abandonado muere de tristeza. Si ha tenido familia, los hijos pequeños llegan de madrugada a visitarlo, a decirle papá, quieren abrazarlo pero algo se los impide. Lo mismo ella, a la que tanto ha amado, llega hasta él por las noches, cuando ya han apagado las luces, y le dice siempre te amaré.
Razones para vivir hay muchas, aún en la vejez. Para morir, una pero implacable: la soledad.
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