Supo que no sería fácil encontrar a un sicario que matara con ballesta. Se asoció a un club de tiradores y tomó cursos con los mejores, hasta dar con el que estuvo dispuesto a hacer el trabajo. Los tiradores deportivos no son en general asesinos y tampoco aquél lo era, aunque por buena plata aceptó el encargo.
Una mañana encontró en la sección policiales de su diario predilecto la reconfortante noticia: Abimael Conforte, su socio, había sido asesinado con un disparo de ballesta: “La policía busca a un maniático”.
Perfecto, se dijo. Esa misma noche saldó su cuenta con el maniático y no supo más nada de él hasta veinte años más tarde cuando, al abrir el mismo diario, leyó: “Experto tirador de ballesta confiesa, en su lecho de agonía, haber matado a un hombre por encargo. No recuerda quién lo contrató”.
No vaciló en ir al hospital. Agonizaba, parecía inconsciente, aunque el médico de guardia le permitió verlo por un par de minutos.
-Soy yo- le dijo cuando estuvo a su lado, -el socio de Abimael Conforte.
Un leve temblor fue el síntoma de la rabia muda del moribundo.
Salió de la habitación, a tiempo para oír la alarma del monitor que indicaba la aceleración y luego el cese de los latidos del corazón del tirador.
Subió a su auto, encendió el motor y abandonó a marcha lenta la playa de estacionamiento del hospital.
-Un disparo de ballesta- se dijo, -qué antigüedad.
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