La novela es un universo complejo. Ni mejor ni peor que un cuento o un poema. Complejo.
La novela crece, a veces por obra del escritor y otras –y cuántas veces- por exigencia del editor. Debe alcanzar, por lo menos, las doscientos a doscientos cincuenta páginas. A menos que el autor sea sueco o yanqui, a quienes se les permiten ochocientas.
Cuando se escribe para un concurso de novela, las demandas se extienden incluso al interespaciado, a los márgenes, al tipo de página. Algunos hasta circunscriben la participación al abordaje de determinadas temáticas. Si el concurso es “de género”, habrá que cumplir además con lo que los entendidos afirman que define a un género literario, por ejemplo, al negro.
¿Cuánto queda, cumplidas todas las exigencias, de literatura, de texto “escrito con las tripas”, de alucinación y coraje?
Algunos escritores, además, escriben con los pies y obligan a “editar” textos, lo que pone a unos señores o señoras muy compuestos a reescribir lo que el escritor ha escrito o, peor aún, a escribir por las suyas.
Claro que una obra maestra puede escribirse en quince días y en cincuenta o cien páginas. Pero la mayoría de lo escrito en esas condiciones dista bastante de lo perdurable.
Que un tipo o tipa tarde dos años en escribir una novela no la convierte en mejor que la de la quincena. Sólo le da a su autor –y a los correctores, editores, charlatanes a sueldo o por amistad o encargo- la oportunidad de opinar, corregir, encontrarle “la punta” a lo que parecía ya un trabajo mocho, vestirla como a Cenicienta para que baile en palacio.
Cuando me preguntaba si hay literatura no hablaba de estos casos.
Sigan –sigo- participando.
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