Anunció que, al día siguiente, ya no lo encontraría. Lo dijo sin rabia, como quien saca sus conclusiones tras enunciar el postulado de un teorema.
A ella le pareció lógico que se fuera, que hiciera las cosas más fáciles: se dio vuelta y abrazó su almohada. Ni siquiera oyó el portazo.
Y fue eso, tal vez, lo que la despertó sobresaltada, a la mañana siguiente. Se había ido en silencio, demasiado, para lo que eran sus costumbres. Desde una cabina pública –para que no la identificara cuando atendiera- llamó a su casa y luego a su trabajo: no, nadie lo había visto.
Pasaron los días y lo mismo, nadie, nada.
La curiosidad dio paso a la inquietud ante lo inexplicable y luego se desencadenó la zozobra. ¿Por qué lo buscaba? Llamó a salas de guardia de hospitales, a comisarías y hasta presentó un habeas corpus, nada.
Nunca, nada, nunca más.
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