Me crié viendo cine norteamericano. En las matinés del Ideal Monroe o del Edén, de Villa Urquiza, recuerdo obras maestras como "Solo los valientes", en la que Gregory Peck encarnaba a un capitán de la caballería que por entonces andaba a caballo, no en tanques, y que a tiro limpio se bajaba a varios cientos de indios. El cine rugía, el piberío quería sumarse a la cacería de comanches, vivábamos a la bandera de las barras y las estrellas con mayor fervor que a la nuestra.
Pasó el tiempo, crecí. Apenas adolescente, descubrí el cine europeo. Ritmos lentos, lenguaje diferente, historias íntimas y sin indios. Empecé a reverenciar los festivales de cine como el de Venecia o el de Berlín, en los que se premiaba la innovación estética, la hondura de los argumentos: Trufaut, Resnais, Godard, Fellini, Bergman, De Sica, Rosellini, Buñuel, Bardem, Casavettes, Richardson... fueron la punta de un iceberg de renovadores entusiastas, creadores que desafiaban permanentemente a la imaginación y convocaban a exigir más, a buscar ese otro cine que nada tenía que ver con las comedietas rosas de la posguerra o las hazañas macartistas de la guerra fría.
Sin embargo, poco y nada de ese cine llegó a las pantallas de muchos países, entre ellos la España franquista. Como en toda dictadura, el filtro ideológico se anquilosa y se convierte en ceguera, el arte se vuelve peligroso en sí mismo. Y no les falta razón a los dictadores.
Porque el arte subvierte, desafía al "sentido común", promueve, por su complejidad y riqueza de léxicos visuales, literarios o musicales, el inconformismo, la necesidad de ver más allá de lo evidente.
Durante décadas, los argentinos hemos hecho méritos suficientes para que, desde el llamado primer mundo, se nos mirara con asombro y compasión: dictaduras, democracias debiluchas que derivaban en nuevas dictaduras, economía en caída libre, hambre, atraso.
Pese al paseo interminable en la montaña rusa que compartimos por estar inmersos en el parque de diversiones de América latina, aprendimos a disfrutar del cine internacional, de sus vanguardias estéticas e ideológicas.
Deberíamos sentir orgullo, los que nos hemos educado en la escuela y en la universidad pública argentina, de vivir en un país que, en el culo austral del mundo, se opone con tanta tenacidad a convertirse en tierra arrasada por un capitán de la caballería norteamericana, aunque lo hayamos aplaudido a rabiar en las matinés de nuestra infancia. Por supuesto que ese cine era -y sigue sièndolo- entretenido, divertido, a menudo apasionante. No está mal disfrutarlo. Pero sin olvidar que, cuando suenan los clarines y ondea la de barras y estrellas, los indios somos nosotros.
Flaco lamentablemente los indios que quedamos somos modelos producidos entre el 40 y el 60.
ResponderEliminarLa mayoria de los que fueron paridos por nosotros compraron todos los espejitos,
No sigo, me amargo.
Ademas el Lobo le gano al Diablo Rojo y estoy contento.
Abrazo, Rodolfo.
Hay, sin embargo, mucho pendejo viendo y haciendo cine. También mucho bodrio presuntuoso y hueco, es cierto, pero están.
ResponderEliminarBien por el Lobo.
Abrazo.