Quién hubiera dicho que las religiones encontrarían nuevos fundamentos doctrinarios en cables, sondas y monitores, modesto pero eficaz infierno tecnológico que mantuvo a Eluana como rehén de un mundo al que ya no pertenecía, del que fue expulsada cuando, a los diecisiete años, sufrió un fatal accidente de auto.
Cuando el Vaticano, el gobierno de Italia y su mediático primer ministro, y la sacrosanta opinión pública internacional se autoconvocan para meter narices en una tragedia individual, queda montado el espectáculo grotesco de los últimos días.
Eluana murió a los diecisiete años. Lo que quedó de ella y que convocó el morbo de quienes rara o ninguna vez se interesan por el dolor ajeno, es un anticipo de ese infierno, inmerecido para Eluana y quienes de verdad la amaron, pero tan bien ganado por los mercaderes de la fe y de la política, monigotes engreídos, sacerdotes de una pesadilla de la que, como Eluana, parecemos condenados a no despertar.
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