martes, febrero 03, 2009

DOSCIENTOS AÑOS DE ARGENTINA




Nota publicada en 2007, en revista "Contrapunto de América Latina"

El 25 de mayo de 2010 Argentina celebrará –presumiblemente con fastuosas ceremonias- su cumpleaños número doscientos. Dos siglos han pasado desde que un grupo de intelectuales, políticos, clérigos y militares salieron a la luz pública para anunciar que la colonia española más austral del continente americano ya no acataría las leyes de la metrópoli imperial.
A partir de ese día, la historia de mi país, como la de tantas naciones que atravesaron procesos similares, fue pródiga en enfrentamientos y aventuras políticas de toda clase. Casi dos siglos después, Argentina sigue siendo banco de pruebas de experimentos sociales y económicos, tribuna abierta a los que proclaman supuestas virtudes del pasado y preanuncian bondades del porvenir con una elocuencia que rara vez se compadece con las condiciones del siempre conflictivo tiempo presente.
El aludido Bicentenario –así, con mayúsculas, se lo promueve ya como atracción turística- abrirá una competencia desenfrenada de discursos, homenajes, revisiones del pasado y pronósticos de todo tipo. Para eso sirven los aniversarios -si lo sabrá el periodismo, que resucita temas y personajes siguiendo la pauta del calendario-. No le van a la zaga los funcionarios públicos, los burócratas de diverso pelaje, los políticos oficialistas y los opositores, que ven en estas fechas su oportunidad de lucirse, de hacer campaña aunque no haya ese año elecciones, de posicionarse ante la opinión pública aprovechando el espacio de difusión y debate que circunstancialmente se abre.
No está mal que esto suceda. Es una de las pocas ocasiones, al menos en Argentina, en las que el discurso político eleva sus miras por sobre lo contingente, lo inmediato, para otear el horizonte, intentar una visión de largo plazo, tratar de definir qué ideas y proyectos regirán el siguiente siglo. Basta con echar una mirada a los registros del primer Centenario, en mayo de 1910: visitas reales, gobernantes de los países más poderosos pavoneándose en carrozas y aclamados por una población, la de la ciudad de Buenos Aires, ávida de recibir a figurones notorios en una ciudad que recién comenzaba su despegue urbanístico y abandonaba su condición de "gran aldea" para empezar a vestir los fastos que la ubicarían como "la París de Sudamérica".
En la celebración de ese primer Centenario, mi país era todavía un enorme desierto. La posibilidad de integrar a su población originaria en un proyecto común, si alguna vez se barajó, fue reemplazada por campañas militares de exterminio que, lanzadas a una suerte de "limpieza étnica" de los territorios al sur del río Salado, aniquilaron poblaciones indígenas y tomaron posesión de unas tierras cuyas despobladas superficies aún hoy producen asombro por su inmensidad. La llamada "Campaña del Desierto", que los manuales escolares reivindican como avanzada de la civilización, fue una expedición militar ganada de antemano. La barbarie, que Domingo Sarmiento oponía dialécticamente a la civilización –encarnada esta última por las tropas militares- estaba representada en el ideario del usurpador blanco por culturas de enorme apego a su tierra, dueñas de una apasionante cosmogonía, trituradas en batallas desiguales y en pos de una organización social cuya injusticia quedaría demostrada con el paso del tiempo.
A menudo se cita con acierto al conquistador español como el ejecutor de la devastación sufrida por las civilizaciones originarias de América, que acabó enterrando y confinando a reservaciones y museos los restos de sociedades tan deslumbrantes como la de los incas, mayas o aztecas, por citar las más conocidas. Pero puede y debe decirse que, por lo menos en mi país, a la naciente burguesía agraria y comercial no le tembló el pulso para asentar su poder en el exterminio de quienes se resistían al desalojo de unas tierras que habían habitado durante siglos, que habían trabajado para su sustento pero con las que también supieron establecer una relación mística, de profunda raíz religiosa, que conquistadores y usurpadores no supieron ni quisieron comprender ni respetar.
El primer Centenario encontró entonces a una Argentina constituida por lo que Ezequiel Martínez Estrada definiría más tarde como "la cabeza de Goliat" –su capital, la vanidosa Buenos Aires- y un territorio de algo más de cuatro millones de kilómetros cuadrados muy poco poblados, con ciudades cabeceras de distrito que crecerían de modo dispar, aunque siempre muy lejos del desarrollo que tendría la "ciudad puerto", la metrópoli aduanera por excelencia que absorbería como un filtro los recursos de sus hermanas menores. Si hasta Córdoba -cuna de la Reforma Universitaria, que daría origen a una experiencia revolucionaria en materia educativa, inaugurando un sistema de puertas abiertas a las capas más humildes de la población- vería postergado su desarrollo autónomo, entorpecido por un sistema político que se presenta como federal y practica aún hoy un centralismo cerril, del cual resultan beneficiarios sectores cuya constitución e intereses poco han variado. Esos sectores, ligados a la producción agrícola y ganadera de la llamada "pampa húmeda" –provincia de Buenos Aires, sur de Córdoba y de Santa Fe-, concentran los réditos de la tajada más gruesa del PBI nacional.
Esta situación poco ha variado desde aquel primer Centenario, en 1910. La feracidad de unas tierras que en los comienzos del siglo veinte permitieron ubicar a la Argentina entre las naciones más ricas, exacerbó la voraz ambición de una casta privilegiada que, a la manera de los magnates petroleros de Arabia Saudita o de Kuwait, se opuso tenaz y eficientemente a los intentos de transferir parte de esos recursos para alcanzar un desarrollo más armónico del país.
Su oposición no se limitó a la actividad parlamentaria, paradigma, por lo demás, de una democracia pluralista de la que siempre desconfió y cuya consolidación saboteó cada vez que pudo. Diez años después del primer Centenario, tropas del ejército fusilaron a mansalva a obreros rurales, por el "delito" de pretender organizarse sindicalmente en contra de los abusos patronales, en episodios que el escritor Osvaldo Bayer rescató para la memoria común en un conmovedor trabajo de investigación, "La Patagonia trágica". Si antes habían sido los indios, ahora el enemigo eran los trabajadores asalariados, a los que había que disciplinar para que acataran condiciones laborales indignas y abortar, de paso, cualquier otro intento de organización obrera.
El uso frecuente y exitoso de la violencia cebó el paladar de los latifundistas. El ejemplo de la Patagonia soliviantó los espíritus en las reuniones de círculos y sociedades ruralistas, y extendió rápidamente su influjo a las otras regiones del país, con epicentro siempre en la más rica y poderosa, la pampa húmeda.
Un año antes de la masacre patagónica, la propia Buenos Aires había sido escenario de otra tragedia anunciada, cuando una huelga obrera en los talleres metalúrgicos "Vasena" fue salvajemente reprimida, dejando como saldo una cantidad de muertos nunca precisada pero no inferior a los doscientos. Dos datos para destacar: los talleres cuya política salarial originó el conflicto en Buenos Aires eran propiedad de una familia que en la década del sesenta aportaría a uno de sus miembros, Adalberto Krieger Vasena, para tratar de encerrar otra vez a la actividad productiva argentina en los corrales de una economía pastoril: sucedió bajo la dictadura militar autodenominada "Revolución Argentina", de inspiración franquista y liderada en esa etapa por el general Juan Carlos Onganía. El otro dato, no menos ilustrativo de la conjunción de intereses entre las burguesías agraria e industrial –más allá de sus diferencias-, es que la represión en la Patagonia y en Buenos Aires en la década del 20 se produjo bajo la vigencia de un gobierno democrático, el de Hipólito Yrigoyen. Junto con Perón, Yrigoyen es considerado uno de los dos líderes populares por excelencia, surgidos de elecciones con una gran participación obrera. Que la salvaje represión se haya ejecutado bajo el gobierno del primero de los nombrados marca una de las contradicciones fundacionales de Argentina: no sólo las oligarquías rurales e industriales, sino también amplios sectores de la creciente clase media urbana, vivieron con desconfianza y temor la llegada al país de sucesivas oleadas de inmigrantes europeos. Si bien la política oficial fomentaba estos flujos, indispensables para empezar a poner en marcha una nación que, como se dijo inicialmente, era en la práctica un desierto, también azuzaba el fantasma de las ideologías "contrarias al ser nacional" que, como una peste, desembarcaba en el puerto de Buenos Aires con cada remesa de inmigrantes.
No le faltaba razón al poder dominante. De hecho, las grandes luchas obreras de la primera mitad del siglo veinte en la Argentina estuvieron lideradas por dirigentes anarquistas y marxistas. El temor a que la revolución bolchevique encontrara en estas tierras sus epígonos y promotores fue la excusa perfecta para ejecutar los sucesivos golpes militares y dio lugar a la gestación de un fenómeno cuya definición siempre fue esquiva a los esquemas y que aún hoy despierta polémicas: el peronismo.
Equivalente a la década del ´90, en la que al amparo de una corrupción nunca vista se desmanteló el estado y creció exponencialmente la desocupación, la década del ´30 es recordada por los historiadores como "la década infame". El despojo y la entrega de recursos estratégicos al imperialismo inglés alertó a los militares nacionalistas que, mientras Europa libraba su guerra contra el nazismo, fundaron el GOU, una secta intracuartelera en la que un ignoto oficial estrenaría sus primeras armas como conspirador político: el coronel Juan Perón.
Proyectado por sus camaradas de armas a una función pública desde la que se granjearía el aprecio de los sectores más desposeídos de la población, cuando estos mismos camaradas quisieron cortarle las alas ya fue tarde. Con la sagacidad de un Rommel, Perón se propuso conquistar el desierto de la política argentina, cabalgando sobre las vacilaciones y habituales contradicciones de una izquierda cuya principal equivocación histórica fue identificarlo con el fascismo europeo en derrota. La coyuntural alianza de esa izquierda con la potencia triunfadora, los Estados Unidos, le sirvió en bandeja al peronismo el manjar de un complot antiargentino, argumento al que, bajo otras condiciones, acudiría para justificar sus tropelías tres décadas más tarde la última y más sangrienta de las dictaduras.
Determinar si Perón fue inicialmente un fascista perdió relevancia ante la contundencia de un fenómeno político que cobró vida propia dando a amplias masas obreras y campesinas el protagonismo que hasta entonces la república oligárquica les había negado. Derrocado violentamente Perón en 1955 –tras un bombardeo a la Plaza de Mayo que dejó un tendal de más de un centenar de muertos civiles, sorprendidos por el ataque en pleno día laborable de aviones de la marina de guerra-, sobrevino para el movimiento de masas una etapa de persecución y ostracismo. Perón se exilió finalmente en España y sólo regresaría a Argentina casi veinte años más tarde, para hacerse cargo de un poder que ya no podría retener, acosado por la enfermedad y por el sabotaje de los sectores más oscurantistas del movimiento que como hongos venenosos habían crecido a su sombra.
El peronismo en su segunda etapa de poder se desmoronó en un par de años, emponzoñado por el fascismo con el que había coqueteado para contener a los sectores más radicales del movimiento y bajo la embestida, cuándo no, de la oligarquía agroganadera que alimentaba ya los fuegos de una nueva dictadura ultra liberal.
La noche del llamado "Proceso de Reorganización Nacional" tiñó de sangre al país, diezmó a toda una generación de militantes políticos, sindicales y revolucionarios que, al influjo de diferentes opciones ideológicas, habían soñado con la posibilidad de un cambio y habían empezado a organizarse para lograrlo. El terrorismo de estado fue tan sangriento como eficaz en su barbarie. No sólo destruyó toda resistencia al regreso de la economía pastoril que reclamaban las oligarquías; también desarticuló las complejas tramas de organización popular que se habían empezado a urdir a comienzos de los ´70.
La aventura militar de Malvinas acabó en derrota y el poder militar inició un largo proceso de decadencia. El regreso de la democracia en 1983 y los juicios a las Juntas militares responsables de la matanza se dieron en el contexto de una economía jaqueada por la desastrosa conducción anterior pero, sobre todo, por la crisis desatada a nivel internacional desde que, en 1983, México repudió su deuda externa. La llamada "crisis de la deuda" acorraló y llevó a vía muerta diversos intentos de recuperar el terreno perdido. En 1989, los beneficiarios del orden conservador estuvieron otra vez de parabienes: una salvaje hiperinflación obligó al primer gobierno de la recuperación democrática a la entrega anticipada del poder. Y en la nueva década infame, un político que hasta entonces la sociedad oligárquica había despreciado, Carlos Menem, fue ungido por ella misma como el paradigma de una supuesta nueva época fundacional.
La devastación económica y social de la última década del siglo veinte produjo la Argentina que hoy conocemos, con la mitad de su población bajo la línea de flotación de supervivencia, una nave cargada de náufragos sociales que evoca a las que, atiborradas de fugitivos de la guerra en los Balcanes y la miseria africana, llegaron y llegan aún al continente europeo.
Hoy la Argentina sigue creciendo, beneficiada de nuevo por los precios internacionales de las materias primas que exporta. De nuevo hay una clase propietaria y productora abismalmente enriquecida que, en lugar de soportar a disgusto administraciones que tratan de conciliar sus propios negocios corruptos con una más equitativa distribución de la riqueza, preferirían entronizar a sus propios títeres en el gobierno.
A cien años de aquel primer Centenario en el que mi país se presentaba al mundo como una inminente potencia, Argentina ha demostrado ser un resistente banco de pruebas para los más perversos ensayos del siempre activo laboratorio económico y social. Miles de compatriotas han dado sus vidas intentando torcer este rumbo trágico, cientos de miles han sucumbido por la implementación de políticas del capitalismo salvaje, millones sobreviven hoy sin esperanzas pero son muchos más los que atisban lo que el lugar común define como "una luz al final del túnel".
Cuando en 2010 los funcionarios y los magnates de la tierra estrechen sus manos para la foto del segundo aniversario, sería bueno recordarles que el mundo es un sistema de vasos comunicantes, que así como no habría países ostentosamente ricos sin la transferencia de recursos que los países devastados por la descarada explotación colonial y neocolonial efectúan a sus bancas, tampoco ellos, esos ensoberbecidos magnates, deberían felicitarse unos a los otros de haber contribuido a la construcción de una nación civilizada.
Demasiada ruina, demasiados escombros sepultan aún las voces y oprimen el corazón de los que sobreviven en la precariedad y el abandono. Por una vez, y para empezar a enmendar tan triste realidad, habría que romper los discursos laudatorios del pasado y acallar las proclamas dirigidas al porvenir para empezar a ocuparse del presente. Con realismo, honestidad y trabajo. Con el ejercicio pleno y constante de la democracia, sin promesas de refundaciones, nuevas repúblicas, revoluciones argentinas ni otros eufemismos que sólo enmascaran la impotencia para edificar una sociedad menos injusta y cruel.
A doscientos años del nacimiento de Argentina, el desierto no ha sido conquistado.

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