domingo, abril 24, 2011

De mi novela "GENTILABISMOS"


Uno de los hombres se había retirado un par de pasos atrás, hacia la penumbra. Los otros dos estaban armados, apostados a cada lado de la silla de Natalia, como centuriones.
Natalia parecía mirarme, pero su vista estaba clavada en otro tiempo. Bajo la luz macilenta de la gran araña del comedor, de la que habían desconectado casi todas sus lámparas, su rostro no era el mismo aunque coincidieran las facciones como en un perfecto retrato. No había miedo ni excitación en él, sencillamente no parecía haber vida, me incliné sobre la cabecera opuesta de la mesa para buscar en vano encontrarme en algún punto con su mirada. Los hombres quietos a su lado, la figura en la penumbra y la prima Rosalía a mis espaldas conteniendo el aliento terminaban de dar a ese lugar el aspecto de un desagradable museo con muñecos de cera.
Así son las trampas, Rogelia: lugares de vacío absoluto, de silencio sin límites, charcos fangosos, recodos turbios de la vida en los que todas las amenazas están ahí a tu lado, aguardando a que un solo movimiento de tu parte transgreda esa ley física de la quietud y el espanto.
Rogelia me escucha en silencio, casi tan vacía como debió estar Natalia el mediodía en que nos volvíamos a encontrar en el lugar que a comienzos de año ella había elegido como refugio.
La voz del tipo en la penumbra llegó entonces como un alivio, a pesar de que inmediatamente la reconocí. No me sorprendió que fuera él, me pregunté en todo caso por qué la puesta en escena, el recurso teatral de hablar sin mostrar su rostro.
-Formalidades- dijo como si me leyera el pensamiento, -de lo contrario debería encapucharlo, generando una violencia gratuita. ¿Un camel?
Antes que pudiera responderle arrojó un atado que cayó y se deslizó sobre la larga mesa hasta quedar a mi alcance. Lo recogí y encendí un cigarrillo. Al intentar devolvérselo, el atado se frenó frente al rostro apagado de Natalia.
-¿Qué le hicieron?
-Nada. Hubo tal vez en ella cierto desencanto, pasada la sorpresa del reencuentro. ¿Recuperaste a Macarena?, fue todo lo que dijo al verme. Después, esta ausencia en cuerpo presente que usted está viendo, periodista.
-Ya no soy periodista.
-No hay remordimientos, ya ve. Ni en ella ni en mí. Spinoza condena el arrepentimiento tanto como la culpa. “Es agregar una tristeza”, decía ese judío.
Todo ese tiempo, papá, todo ese largo y penoso año separado de Natalia, él había estado armando la trampa, esperando el momento, deleitándose con sólo imaginar la escena que ahora jugaba como un apuntador que tiene en sus manos los hilos del drama y su desenlace, los engorrosos diálogos, las frases pequeñas, los silencios.
Ya antes, dice mi padre en la estación de Atocha, ya desde que saliste del helado calabozo en Ushuaia. Hay que reconocerle al pesquisa una vocación que lo distingue del resto de la jauría, la de ir hasta más allá del hueso, la de seguir la pista sin dejarse engañar por los olores, la de hundir algún día el hocico en el centro de la putrefacción.
Pero Natalia estaba callada, ciega, como muerta. Pregunté si la habían drogado, si la habían torturado para que la noche anterior hiciera el llamado telefónico que me había llevado hasta allí.
-No hizo falta. Somos viejos conocidos.
Los hombres armados que flanqueaban a Natalia se movieron por cada lado de la mesa. Pensé que venían por mí pero pasaron sin rozarme y se llevaron a la prima Rosalía fuera de la sala.
Cuando quedamos solos el capitán Cardoso avanzó hacia la luz.
-Jaque- dijo, sin énfasis.
Vestía de civil, ropa informal, no lo habría reconocido si me cruzaba con él en la calle. Parecía aburrido de una partida ganada de antemano que se prolongaba demasiado.
-Ya no milita- dije, ensayé mi patética defensa de Natalia. –Eligió este lugar para estar tranquila, si hasta habíamos dejado de vernos.
-Me consta- dijo Cardoso. –Los milicos somos prolijos. Y más, los de inteligencia. Llevamos todo anotado. Hay que rendir informes, justificar los viáticos.
-Sabrá entonces que yo pensaba irme del país.
-Tiene pasaje para el martes, vuelo quinientos dos de Aerolíneas Argentinas, destino París. Despídase acá, no creo que ella pueda ir a Ezeiza.
Frente al pelotón de fusilamiento tienes la oportunidad de gritar viva la patria, viva la república española, puedes morir con toda tu invicta fe como un cuchillo entre los dientes, Mario. El asesino solitario, el espía al que le han prometido un aguinaldo extra por cazarte, te dispara por la espalda o te amordaza y te ciega antes de ejecutarte, no quiere mirarse a sí mismo cuando cumpla con su trabajo, dice mi padre.
Pero Cardoso no quería matarme, quería saber. Había viajado hasta la estancia de las primas de Natalia nada más que por forzar una respuesta a su maldita pregunta.
-Me sancionaron. Diez días de arresto, perdí los premios de diciembre, el plus por el estado de excepción que todos mis camaradas de arma cobraron. Un tribunal disciplinario estuvo a punto de darme de baja. Prometí encontrarla. Un año esperando, si vuelvo ahora con las manos vacías volveré deshonrado a la vida civil. Y lo peor, perderé la pensión y los beneficios de la obra social.
No buscaba a Natalia. Ni siquiera a mí, Rogelia. Buscaba esa respuesta que yo no había sabido darle en el helado calabozo de Ushuaia. Creyó que un año había sido tiempo suficiente para que la encontrara. Estaba parado junto a Natalia, como un edecán. Supliqué por su vida, pensando que podría engañarlo, ganar tiempo. Lo subestimé, claro.
-Déjela vivir- dije. –Está fuera de la organización, toda la estructura militar y política de Montoneros se está cayendo a pedazos, usted lo sabe, la guerra está ganada hace tiempo. Déjela vivir y a lo mejor podemos encontrar juntos esa respuesta.
Resplandecieron en la penumbra, los ojos del capitán Cardoso.
-Un año esperando- dijo. –Es demasiado.
Desenfundó el arma que había llevado hasta ese momento en su sobaquera. Una automática, similar a la de Natalia, tal vez la misma. La puso sobre la mesa, frente a ella.
-¿Qué hace?- pregunté, exasperado.
Había avanzado un paso para dejar la pistola. Retrocedió a su posición anterior.
-Quiero ver.
Comprendí entonces el motivo de aquella cita, Rogelia. Demasiado tarde, como se comprenden las cosas que nos arrojan a un callejón sin salida, los juegos escabrosos de la conciencia.
Tenía razón Cardoso, capitán de inteligencia del ejército argentino. Ningún pensador encuentra el fondo de los abismos y habla alegremente desde allí. Habría sido inútil sentarnos a discutir como dos ociosos aristócratas en esa estancia de la rica pampa húmeda argentina.
No la había obligado a nada. Llegó, simplemente, el día anterior. Primero, solo. Después, pero no hasta que habló con ella y, con modales suaves, para nada amenazantes, la puso al tanto de que no era el padre de ninguna Macarena, llegarían a la estancia sus dos esbirros.
-Recordamos- dijo, me contó. –No sé si la confundió el reencuentro porque mis argumentos fueron sin duda inverosímiles. Pero por un rato quiso creer en ellos. Luego ya no hizo falta que le explicara quién soy en realidad. Fue bueno recordar juntos, sin embargo.
La tarde que habían pasado en esa habitación al fondo de la casa de Carmelo, eso recordaron. En una penumbra más promiscua que ésta, inundada por el olor del gallinero pegado a la pieza y el alboroto de la media docena de hijos del policía que les había dado alojamiento. Si hasta hablaron de seguir viaje a Barcelona y de conocer a Macarena.
Miré a Natalia, le pregunté si lo que ese sofisticado torturador contaba era cierto.
-No los necesito, pudieron no haber venido- dijo Cardoso, señalando con un cabeceo hacia la habitación contigua donde estaban sus dos ayudantes con la prima Rosalía. –Pero el refuerzo estaba pactado y el ejército es una máquina burocrática. Los estrategas frente a sus mesas de arena no entienden que las verdaderas batallas se libran en otros ámbitos.
Frente a mí, en 1982 en Buenos Aires, Rogelia mira sin ver una columna de manifestantes, empleados que a la salida de sus oficinas se han reunido para gritar por la calle su apoyo a la aventura militar en Malvinas. No son más de cien, tal vez doscientos, ocupan la calzada principal y llevan pancartas que sostienen con dificultad porque el viento sopla fuerte del sudeste, gritan o cantan pero hasta el interior del bar sólo llega el estruendo de bocinas del tránsito atascado.
-¿Qué hiciste?- pregunta Rogelia retirando con aprensión su mano que hasta entonces había mantenido sobre la mía, como si también sobre la mesa del bar hubiese un arma.
Miré a Natalia, busqué en sus ojos el hilo de luz en la oscuridad bajo la puerta cerrada.
-Puede acercarse, tocarla, abrácela si quiere- dijo Cardoso, seguro esta vez de su movimiento, complacido quizás porque cobraría por fin su premio, su plus.
La habría abrazado si, en vez de sugerirme que lo hiciera, Cardoso me hubiera amenazado con volarme la cabeza. Quizás ese abrazo y un par de disparos que acabara con los dos me habría permitido estar a su lado, Rogelia, sentir que cumplía, que por una vez jugaba mi vida y no que actuaba como un animal doméstico que repite destrezas enseñadas por su amo.
Su permiso, en cambio, me paralizó.
-La automática está cargada- dijo Cardoso. –Claro que no corro riesgos, tengo la mía.
Giró para mostrar otra pistola a su espalda, en la cintura.
-Está loco- dije.
-Es mi trabajo.
Por primera vez desde mi llegada sentí que Natalia me veía, que podía reconocerme entre los jirones de su niebla. Como tripulantes de barcos que se cruzan temerariamente en medio de la tormenta, que atados a sus cabos para no ser despedidos de cubierta y tragados por el mar, se reconocen y alzan sus brazos para soñar que se alcanzan uno al otro.
Me miró mientras estiraba su mano hasta rozar la automática que efectivamente era la suya, no soy un experto en armas, Rogelia, pero la delectación con que la acarició fue su manera de decirme que su decisión estaba tomada, que no me interpusiera esta vez. A su espalda, Cardoso observaba el lento movimiento sin siquiera llevar su mano a la cintura donde tenía su propia arma.
Me pregunté después, y me lo preguntaré durante todo el resto de mi vida, si debí haber hecho entonces lo que se esperaba de mí, lo que vos misma esperás que te cuente que hice, Rogelia, arrojarme sobre Natalia, quitarle el arma y abrazarla. Pero ella habría tomado su pastilla de cianuro si quien fue a buscarla a la estancia de la prima Rosalía hubiera sido otro, si no hubiese existido ese viaje a Carmelo en el que un desconocido le contó la historia de una apócrifa felicidad perdida, si no hubieran transcurrido esas horas inciertas, turbiamente pasionales, en la habitación mal ventilada que un policía rentaba para poder alimentar a su familia numerosa, ni la promesa del viaje juntos a Barcelona, del encuentro con Macarena, la historia de amor tejida en unas pocas horas de lancha y de revolcarse en una cama que con sus crujidos desafinaba como un instrumento más de la patética orquesta que ejecutaba la música de fondo de la fuga de Natalia, una fuga que no rozó más mi vida que la del oficial de inteligencia disfrazado de padre penitente. Y si la hubiera demorado con mi abrazo al borde del abismo, habría querido saber. Y es lo que siempre he temido, Rogelia, saber, enterarme, acompañar hasta el fondo a quienes he creído amar.
Me quedé quieto, entonces, debí ser el helado espejo de su mirada mientras aferraba la culata de la automática y con firmeza, sin un solo temblor en el pulso, embutía el caño en su boca con sus ojos bien abiertos, fijos en mí.
Fui yo quien cerró los ojos antes del disparo.

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