Nunca entendí muy bien el tema de la guita y de sus adoradores, qué clase de religión era esa ante la que nos obligaban a postrarnos, humillarnos, entregarnos en cuerpo y alma, morir por ella. Cómo se puede adorar lo simbólico sin siquiera haber indagado qué representa, que refugio de la náusea anida en lo profundo, qué infierno verdadero, qué falsos paraísos.
Empecé recién a sospechar de qué se trataba cuando advertí su poder. Amigos que llegan y otros que se alejan, certezas y pasiones que se desdibujan y se resecan. La vida que pierde su sentido trágico y por eso mismo, trascendente, para seguir cotizando en bolsa -y hasta valorizándose- aún después de acabada.
Ahora que Europa y los Estados Unidos fabrican billetes de a miles de millones, como un gigantesco Titanic que fuera capaz de fabricar los botes salvavidas que le faltan, se me agrega otra duda a las tantas que llevo en mi mochila cerebral: ¿a dónde irán a parar los náufragos, cuál es y dónde queda la tierra firme?
Sospecho, me temo, no quiero ni imaginar que esté en lo cierto, que el Titanic seguirá navegando mientras, ya lejos y en busca de otras playas, los botes perderán el aire y con él, la sustancia, la vaga ilusión de mañana o pasado ser ricos que a sus tripulantes mantiene a flote.
Y para muchos millones de hombres y mujeres será tarde, invocarán en vano al dios todopoderoso que gobierna desde los bancos centrales para que regresen los amigos, el amor, la antigua y despreciada tibieza.
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