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AQUELLA TREGUA
Llovía, recuerdo, cuando cerré "La tregua".
Trabajaba por entonces de visitador médico, una ocupación absurda por la que te pagaban como a un gerente de banco, sin ser gerente ni estar en el banco. Todo atorra que acreditara su atorrancia podía, y debía, ser visitador médico. La dura labor consistía en visitar médicos, como su nombre lo indica, y recomendarles que recetaran los medicamentos del laboratorio que uno representaba. Y eso era todo. Demasiado laburo para vagos contumaces, músicos, cineastas, revolucionarios, poetas y tantos verdaderos o falsos oficios que convivían con el buen curro de visitar médicos.
Entre visita y visita, o entre "dibujo y dibujo" -dibujar un médico era no visitarlo pero hacer como que sí-, yo escribía. Poemas de amor, de lucha obrera, canciones de adiós, manifiestos que agarrate Lenin, cuentos que chupátela Cortázar, chisporrotazos filosóficos, promesas de una vida que jamás transigiría con el conformismo y el aburrimiento.
En el fragor de esa actividad cafetera, leí "La tregua". Dos veces lloré en un bar. Una, después de haber muerto mi viejo, cuando le escribí una página -en papel común, berreta, de anotador, no había por entonces pretensiones web-, en reemplazo del diálogo que no habíamos tenido. Otra, -la segunda y última en los bares-, cuando leía las últimas páginas de "La tregua". Novela de un viejo choto que a su vez lloraba por la pendeja Avellaneda. El choto tendría algo más de cuarenta, un veterano insoportable, paleolítico, yo lo puteaba por viejo verde -la envidia es verde- y lloré con él cuando la perdió.
Mi viejo no volvió. Tampoco aquella emoción primaria de llorar en los bares por una novela y no por una mina ingrata que nos dejó de araca, sin finales felices.
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