Organizar un encuentro como la Semana Negra implica un esfuerzo extraordinario bajo cualquier circunstancia. Quien haya tenido la oportunidad de participar en los preparativos de cualquier convención sabrá de qué hablo. Con la salvedad de que, por lo general, los encuentros de esta magnitud son pagos, los asistentes se ponen con gruesas sumas de guita. No sucede lo mismo en Gijón, donde los autores llegamos como colegiales excitados, invitados al picnic en el que descubriremos el amor o por lo menos lo extraordinariamente talentosos que somos. Los que participan en la organización ya conocen nuestra idiotisincracia y, armados de paciencia, nos solucionan todo y encima nos dan de comer. Para ello, han debido antes conseguir quien se pusiera con la consabida money, apelando a argumentos basados en lo importante de un evento cultural de esta magnitud y bla bla blá.
Es lógico que al cabo de unos días uno vea a Paco Taibo escabulléndose en busca de un lugar donde fumarse un pucho sin pesados a la vista o arrastrarse a Cristina Macías por los pasillos del Don Manuel o entre los tientos de las carpas, con planillas y más planillas que sólo deja de lado para presentar a uno, tres, cinco... infinitos autores que creen ser los únicos.
En fin, que si de milagros hablamos, el de Semana Negra no es religioso pero merecería ser tomado en cuenta por algunas religiones cuya doctrina sea el trabajo, el entusiasmo y, claro, la fe en el talento de tanta gente.
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