

No pensaba salir, no le gustan los domingos, no es de Ríver ni de Boca, las sombras y los gozos están lejos de los sentimientos que no tiene. Pero se quedó sin fasos. Y salió.
Error fatal, el kiosco de siempre está cerrado, camina dos cuadras y nada, encara a una viejita, único ser medianamente humano en todo el centro de la Buenos Aires abandonada y sucia de los domingos. Me quedé sin tabaco, no doy más, dice Mambo, y la abuela le indica un galpón grande, ahí adentro lo van a ayudar, hijo. Entra, poca luz, gente ensimismada, espantajos colgados de los muros, qué carajo es esto, amaga retroceder pero al fin descubre el kiosco. Cada vez vienen más berretas, con esto de los asaltos, se acerca a una ventanilla con agujeros, particulares sin filtro, pide.
Una mano sale por entre una cortinita y le convida: tengo lucky -dicen desde adentro. Acepta, aunque sean rubios, le da fuego al de adentro y entonces, a la luz de la lumbre, reconoce al cura, vive en el barrio, han hablado más de una vez de mujeres y de fútbol.
No vendrás a confesarte, le dice el cura y Mambo se persigna, aterrado ante la sola posibilidad de desembuchar sus pecados. Qué alivio, dice el cura: fumo y quiero dejar, fumo y quiero dejar, pero sigo.
Me pasa lo mismo, dice Mambo, mato y quiero dejar, pero sigo. Y agrega, aspirando el humo hasta el esófago: son fuertes, estos rubios. Parecen negros.