lunes, marzo 07, 2011

BORGES, SÁBATO Y UN ALMUERZO ALGO INDIGESTO

Fragmento de mi novela

"Lotería negra"

Siete años antes de ese episodio, las estatuas vivientes de la literatura se despidieron del dictador, después del almuerzo, y cada cual a su casa, a dormir la siesta.

No eran de hablarse entre ellos, aunque habían compartido algunas reuniones con las que se armó luego un libro de reportajes. Pero ese atardecer Borges acarició el teléfono y discó el número que le había dictado su ama de llaves. Lo hizo con el tembloroso placer de un ciego leyendo a Borges en braille, y de alguna manera eso es lo que estaba sucediendo, Borges leía a Borges discando siete números que no eran consecutivos, en el viejo aparato negro provisto por la empresa estatal de teléfonos.

-Soy Borges- dijo en cuanto oyó la voz grave y solemne de Sábato.

El mínimo silencio de la sorpresa, un par de segundos, la frustrante sensación de que el otro propiamente dicho se le había anticipado.

-¿Le cayó mal la comida?- preguntó Sábato.

Borges rió de buena gana, siempre mirando al cielo, aunque fuera raso; Sábato ya no lo incomodaba como quince años antes, cuando habían terminado de leerle “El túnel”.

-Tengo un estómago de fierro- dijo. –Pero dígame algo, Sábato, usted, que hace novelas.

Sábato manoteó una silla y la arrastró junto al teléfono; tenía que estar sentado, si el autor de “El otro” lo había llamado nada más que para insistir en relegar a los novelistas a una suerte de submundo de la literatura.

-Me desperté de la siesta pensando en qué capítulo de la historia universal de la infamia incluiría este almuerzo- dijo Borges.

Sábato respiró hondo, como cuando el médico se lo pedía para auscultar sus bronquios y pulmones.

-En el del asesino desinteresado Bill Harrigan, sin lugar a dudas- dijo.

-Parece lógico- admitió Borges, que sin embargo se reservaba siempre las claves, como guarda un violador de cajas fuertes los secretos de su oficio.

-Piense en los muertos que, sin haberse manchado con una sola gota de sangre, este magro general debe a la justicia de los hombres.

-Sin contar peronistas- acotó Borges, para disgusto de Sábato, que aborrecía de Borges su capacidad de abstracción, como un músico principiante detesta la irrefutable armonía en los mundos complejos de Gustav Mahler.

-Creo que nos equivocamos, Borges. Dimos un mal paso cuando aceptamos el convite, van a criticarnos hasta después de muertos.

-Voy a escribir otro cuento- anunció Borges, como si Sábato no hubiera hablado ahora ni antes, ni escrito nunca una palabra que él hubiera leído. –Otro Aleph.

La curiosidad venció el rechazo de Sábato por lo que interpretaba en Borges como jactancia, y que por un momento lo había tentado a cortar la comunicación.

-¿Otro Aleph?

-Pero no se lo diga nadie, guárdeme ese secreto. Y si no puede, de todos modos no voy a admitir nunca que el nuevo Aleph me pertenezca, Sábato. Pero usted y yo sabremos que sí.

La silla crujió bajo el autor de “Sobre héroes y tumbas”, como si una mujer muy gorda acabara de sentarse sobre sus rodillas.

-Si no va a firmarlo, ¿para qué escribirlo, Borges, y por qué me lo confiesa?

-Le respondo primero a la segunda pregunta. Si la mínima gesta de esa soldadesca que puso a salvo de la depredación el cadáver de Lavalle encontró en usted un buen intérprete, ¿por qué no confiar en su talento de cronista, Sábato? Escribiré mi nuevo Aleph y usted, como los milicos del fusilador de Dorrego, guardará ese original donde nadie pueda hallarlo, aunque para ello tenga que descarnarlo de cada una de sus palabras.

Le pregunto a Urquiza quién le contó del dialoguito telefónico, dónde quedó registrado.

-Hay escuchas del gobierno hasta en los panteones de la Recoleta, Tadeo, qué novedad- responde, molesto con mi incredulidad.

La charla trascendió, pero no porque la megalomanía que Borges le atribuía a Sábato le hubiera impedido ser discreto, aunque contara con ella cuando discó su número aquella tarde. A él, a Borges, ya nadie le creía demasiado desde que los críticos sabihondos empezaron a sospechar que muchos de los autores que citaba sólo habían nacido y alcanzado celebridad en su imaginación, y lo que para Borges era un juego especular, para los mediocres que lo juzgaban era una estafa, una prueba de que el talento se corrompe cuando es reemplazado por el arte inestable del malabarista.

-La conciencia humana es un valle de resonancias que ni el oído más aguzado puede percibir- explica Urquiza, haciendo un gesto con el que pretende abarcar la inmensa oscuridad más allá del parabrisas de la camioneta de Piracocha.

–Si Borges habló como dicen que habló aquella tarde, y aun cuando Sábato no se haya comportado como Borges esperaba que lo hiciera, ese Aleph empezó a escribirse aunque el autor de su primera versión jamás haya siquiera borroneado una línea. Empezó a escribirse en Sábato, en el alcahuete que grababa la conversación y hasta en el capitán asistente de Videla que recibió la versión desgrabada de la conversación, e incluso en el ya aludido colimba estudiante de letras que corrigió los errores ortográficos de la transcripción porque su misión sobre la tierra no empezaría a cumplirse si no le metía mano a la sintaxis de lo hablado.

Todo empezó a ser presunto, desde el momento en que Borges se despidió de Sábato admitiendo que, tal vez sí, le hubiera caído mal la comida.

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