Dicen los que saben que no es malo olvidar aquello que nos hizo daño. No se trata de reivindicar la amnesia sino un olvido necesario para sanar las heridas. Pero lo que es bueno para los individuos no lo es siempre para las sociedades. Y tampoco el olvido es terapéutico cuando encubre el ocultamiento y la mentira.
Los crímenes atroces de la dictadura de Francisco Franco no son los de su insurrección ni los de la larga guerra de 1936 -guerra civil, desatada por el fascismo en armas contra una democracia-, sino los de cuarenta años en el poder. Cuatro décadas de terrorismo de estado en los que hubo secuestros, fusilamientos, apropiación de niños, todo por miles de miles y sin que se creara, al final de la larga noche, por lo menos una comisión investigadora equivalente a la CONADEP argentina.
No creo que quienes hoy vuelven su mirada al pasado e intentan dar a cada muerto su nombre y a cada sobreviviente su lugar en este mundo -incluso la cárcel-, estén enfermos de nostalgia ni clamen por venganza. No ha sido eso al menos lo que sucedió y sigue sucediendo en mi país. No hubo aquí ajusticiamientos, linchamientos ni otras formas de barbarie con las que amenazan los defensores de las fosas comunes bien cerradas.
Lo que hubo, lo que hay, los que nos mantiene fervientemente unidos en la causa común por la justicia, no es un interés macabro por desenterrar huesos ni el deleite morboso de ver cómo ancianos criminales marchan a prisión. Nada de eso. Lo que hubo y hay es lo que permite que el ser humano se distinga de las bestias sin inteligencia ni sensibilidad.
Es pasión por la memoria.
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