A veintiocho años de la guerra de Malvinas, siguen muriendo combatientes
Nadie lleva ya la cuenta escrupulosa. En un país sin estadísticas serias, se calcula que los suicidas ya son tantos como los caídos en las islas y en el alevoso hundimiento del crucero General Belgrano.
Son los muertos por Malvinas, soldados conscriptos al servicio de un generalato enloquecido, aplaudido por gran parte de una sociedad civil que encontró en esta guerra breve y sangrienta una justificación para apoyar el exterminio de sus propios hijos.
La de Malvinas fue una guerra de expiación, en la que millones de argentinos, más atentos a las alternativas del Mundial de fútbol de 1982 en España que al conflicto en las islas, creyeron poder mirarse en el complaciente espejo de la llamada patria. Lo que vieron, en cambio, fueron sus propios rostros, los de una sociedad muerta en cada torturado, en cada fusilado, en cada combatiente vencido antes por el hambre y el maltrato de sus oficiales que por el ejército imperial inglés.
En su vieja y venerada cruz, Jesús resucita cada año. Los pibes de Malvinas, no.
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