Adorado por los egipcios y corrido a cascotazos por los vagos del barrio, el gato no deja indiferente a nadie. De mal agüero si son negros y se los cruza uno de noche, elegantes como un collar de perlas auténticas si son de los llamados siameses, su enemistad con los perros es sólo producto de la mala prensa, como cualquiera que conviva con gatos lo sabe.
Y digo "que conviva con" porque el gato no tiene dueños, sólo seres a observar -abundan los humanos, sobre todo en las ciudades-, de cuyas conductas aprenden todo lo que no hay que hacer: brindarse al otro como un perro, pelear a diente partido por un hueso pelado, tenerle miedo a las alturas y creer como un boludo en algún dios o en la dulzura de los pájaros.
¿Qué tiene de sagrado el gato, por qué los egipcios lloraban su muerte como la de un hijo y hasta le daban su sangre para protegerlo?
Habría que morir siete veces para empezar a entrever alguna respuesta, renacer entonces cuando todos se hayan ido y la Tierra gire dislocada, lanzada al vacío sin ton ni son, rebotando en un cielo donde las estrellas sean las fosforescencias del techo del cine 25 de Mayo, en Villa Urquiza, al que habíamos entrado con la rubia y del que salíamos otra vez solos, donde el gato iba y venía librándonos de los ratones y de la roedora tristeza que está en los finales de las historias de amor verdaderas.
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