
Te los podés cruzar por la calle y parecen normales. Acá o en España, porque la fiebre gratarola ya cruzó el charco. El origen de la peste no es tanto geográfico como temporal: nació abrigada por lo que se llamó modernidad, el fin de los tiempos de Fukuyama, el primer mundo levantando muros, vaya uno a saber dónde carajo nació. Lo que cuenta es que se ha extendido y amenaza con infectar hasta a los amigos y parientes.
La infección se manifiesta con una cerrada aversión a todo lo que sea organización política, defensa de intereses profesionales, sindicalización, trabajo remunerado de los artistas. En plena fiebre gratarola, los infectados se convencen de que la libertad absoluta -promesa de los liberticidas, tan vieja como el mundo- es acceder a todo lo que otros hayan hecho -poemas, novelas o cuentos, chacareras o sinfonías- sin pagar un mango. O sea: bajarse de la web todo lo que les apetezca leer, oír, escuchar y ver. Y pronto, en cuanto la tecnología lo permita, palpar, tocar, acariciar y poseer.
Cuando esto último suceda ya no sólo habrán desaparecido los artistas, despojados de todo derecho a la mínima y miserable rupia que malamente los alimenta a diario. También habrá mordido el polvo de la nada la prostitución, noble y viejo oficio, porque nadie estará dispuesto a pagar por ella. Se habrán vaciado entonces las calles rojas de Hamburgo, el Bois de Boulogne en París, los bosques de Palermo en Buenos Aires y el callejón de tierra absoluta por el que a veces caminan abrazados, descangayados y polvorientos, el travesti jubilado y la puta vieja de mi pueblo.
Y si sales a la calle -pero para qué salir, si todo se consigue gratis en la web- no te cruzarás con nadie. Porque, claro, los infectados -que paracen ser mayoría- habrán sucumbido en masa a la fiebre gratarola.