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El diario "La Nación" del último domingo advierte, en una nota titulada "El regreso de la Araucania", sobre los riesgos que se ciernen en la Patagonia argentina. Soliviantados por tanto discurso progre y tanto turismo a las raíces de nuestra "cultura originaria", parece que los indios mapuche no sólo quieren recuperar una millonésima parte del territorio que les birlaron conquistadores españoles y criollos. Ahora se estarían reuniendo para planear alguna clase de toma del poder, bajo los auspicios y el apoyo logístico, cuándo no, de la guerrilla colombiana y, si te descuidás, del chavismo. ¡Indios sotretas! Hasta se atreven a pedir que la bandera de la araucania sea izada junto a la nacional. ¡Otra vez el cuco del trapo rojo!
Por lo que sé -poco, pero de fuentes bien documentadas y por boca de sus pobladores no terratenientes-, la Patagonia argentina está dividida en latifundios de más de cien mil hectáreas, pertenecientes a extranjeros carapálidas y variopintos: italianos, alemanes, franceses, yanquis y hasta hay campitos no menos extensos de nuestros primeros conquistadores.
Sin contar, por supuesto, a la “criollada” local, heredera de las hazañas del general genocida Roca.
Osvaldo Bayer escribió en los ´70 “La Patagonia trágica”, un libro que le valdría el exilio y la excomunión por parte de los dueños de la tierra, en el que compendiaba la masacre de obreros rurales durante la segunda década del siglo veinte. Luego, y a lo largo de casi todo el siglo XX, la "hipótesis de conflicto" del ejército argentino especulaba con que nuestros hermanos trasandinos invadían lentamente la Patagonia argentina con sus trabajadores y, en cuanto nos descuidáramos, lo harían con sus ejércitos. Nada de ello sucedió y, llegada la democracia a ambos lados de los Andes, se consolidó una relación civilizada, en el marco de un ambicioso proyecto de integración regional de las naciones del sur americano.
Pero existe el diario “La Nación” -gracias a Dios, el gran latifundista-. Y sus cronistas nos advierten ahora del nuevo peligro.Como decía Silvina Bullrich, "si viene el comunismo, me voy a la estancia". El comunismo no viene: se viene la indiada.
Nadie sabe si Dios existe, si alguna clase de ser supremo ha dado origen a este mundo. Tampoco nadie puede afirmar con pruebas de laboratorio que no exista. Unos y otros, creyentes y escépticos, afirman sin embargo sus respectivas verdades. Los que dicen que no, tienen un argumento bastante sólido: dados los resultados de su presunto plan maestro, a quién se le ocurre que este desastre sea obra divina. Los creyentes también tienen su argumentación: todo lo que sucede tiene un fin último cuyo sentido se nos escapa. Ni el Tercer Reich ni Elisa Carrió son obra de la casualidad biológica de nuestra rara especie.
En todo caso y aceptando que, compitiendo con Dios, la razón esté en todas partes, alguien largó por primera vez la idea de que podría haber algo más allá de nosotros. Después vinieron varios, que luego fueron muchos y se multiplicarían hasta ser millones, de donde surgirían los talentos que ilustraron aquella idea con leyendas, canciones y una de las más bellas iconografías creadas por la criatura humana.
Dios, finalmente, podría ser una impostura. No así la belleza, que reverencio y cultivo con humildad franciscana y fanatismo de fedayines.
Están ahí, en cualquier calle. O irrumpen en el vagón del subte, con sus instrumentos y su breve música. La mujer, sesenta y cinco, ciento diez kilos, la misma que odió siempre los espejos, se refleja en ellos y se ve tan bella, probable y lejanamente enamorada. Casualidad, azares del alma, tocan esta tarde la canción que ella oyó cuando él aquella otra, remota tarde. Ella olvidó prudentemente su rostro y hasta sus caricias y sus besos, pero no la música. De pronto la mujer a su lado, más joven, atractiva aunque furiosa con por lo menos este mundo que le toca, la codea y dice qué manga de vagos, deberían ir a trabajar en vez de andar dando conciertos que nadie les pide. Y ella acepta –porque ya se van los músicos, después de recoger algunas monedas, y porque no tiene ganas de que nadie le quite el sabor sin tiempo de sus recuerdos-. Que sí, que qué vergüenza, aunque peor sería que roben. La mujer a su lado parece conforme, algo frustrada porque esa manga de vagos seguirá azotando con sus melodías a los pasajeros indefensos de otros vagones del subte, a los caminantes de otras calles, a los solitarios de otras plazas. Y en un par de minutos aquí mismo habrá llegado el momento, la estación indicada, el final del recorrido, el último compás de aquella tarde.
Ya no te amo, dijiste al despertar, esta mañana. Nunca me amaste, te aclaré. ¿Y qué fue lo de anoche? Amor delivery, te expliqué: llamas, pides una noche de amor y te la traen a domicilio, pero es sólo eso, una noche. ¿Y si quisiera más, si realmente me hubiera enamorado de vos?, preguntás. Sólo lo fugaz perdura, te respondo. -¡Guau! ¿Esa frase es tuya? -No, es el eslogan de la empresa.
No falta mucho. Hombres y mujeres fabricados en serie, en unidades de procesamiento genético. Los habrá de diferentes clases y marcas, para usos específicos. El amor y el odio, la ambición y el olvido, quedarán en los libros de papel que nadie leerá porque son pesados y sus textos no pueden corregirse o ser reemplazados.
Habrá hombres y mujeres de distintos precios, por lo que nada habrá cambiado demasiado. Los de buena marca estarán al norte, los de menor jerarquía al sur, cada cual en su góndola, esperando a ser elegidos por el cliente. ¿Qué cliente? Otro al que antes han elegido, y así.
Se formarán frente a los hipermercados filas interminables de aspirantes a lo eterno, esperando sus turnos, sus raciones de inmortalidad.
Y al caer la tarde estallarán los soles como las bombas sobre Bagdad.
Mujer galana, naranjo en flor...