Escribir es parte del juego
de sombras chinas.
Las manos, quietas frente a
la fuente de luz, proyectan lo que alguien que no existe instala sobre la
tierra.
Y uno se pregunta cómo, desde
la nada, llegan estas imágenes, estos discursos con sus emboscadas y falsos
desenlaces.
El tipo que te habla y a cuya
voz le das forma, el llanto que te ahoga aunque venga de un concepto, son tan
reales como cualquier fantasma en su Canterville natal, como cualquier vampiro
en su Transilvania, como el Frankestein recién soñado al que Mary Shelley le
acaricia el rostro con clavos y remaches.
Podés escribir o leer lo que
otro escribe, o hacer ambas cosas o no hacer nada.
Pero si por una calle de París
vas caminando detrás de la Maga
y diciéndole que no te mienta más y ella se detiene en una esquina para apenas
mirarte y aceptar la flor que le regala Pérsico, ya sos la sombra de otro, las
manos que al azar te dibujaron.
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