miércoles, mayo 11, 2011

PAGADIOS


No todos mueren para siempre. Algunos vuelven cien, doscientos años después. El que ahora sale de su monoambiente de ultratumba, fresco y joven, encara para el centro de Buenos Aires y a las librerías. Pide sus últimos títulos, repite a cada vendedor el nombre de su autor y hasta se identifica, pero ni noticia, nadie lo recuerda, es un perfecto ene ene.
Cuando está a punto de suicidarse para volver a casa, un amigo lo encuentra en el bar La Paz.
-¡Flaco querido, volviste!
Se abrazan pero, como están muertos, no hay espaldas en las que palmearse.
-Nadie me recuerda- confiesa, después de invitar al amigo a un café.
-Tampoco a mí- dice el otro, magro consuelo.
-¡Pero si vos no eras escritor!
-Ya ves- el amigo, en línea con Discepolín: -da lo mismo, siempre te lo dije y no me hacías caso: dejá la pluma, la olivetti, la notebook. Que la escriban los giles, la vida es para vivirla.
Se miran, nada más. Después de todo se conocen desde hace doscientos años.
-¿Dale?
-Dale.
Ruido de sillas volcadas, la mesa corrida por el empujón de la huida, el mozo que corre tras ellos y los pierde de vista.
-De nuevo, esos dos tránsfugas- el mozo, al cana que acudió a sus gritos: -Vienen cada siglo, piden un café y se rajan sin pagar.

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