Y la literatura es también la música, la partitura, el solitario concierto a toda orquesta.
No siempre importa lo que cuentes. En rigor, nunca importa qué cuentes. Sí, cómo. Y aunque no haya qué contar, estarán las palabras.
Pienso en dos autores españoles, por poner ejemplos: Antonio Muñoz Molina y Javier Marías. Mozart y Salieri. La plenitud y el bostezo.
Me dirás que "es cuestión de gustos" o que ninguno, o que ambos. Puede ser, no conozco otras leyes que las siempre inmaduras de mi sensibilidad y por lo menos sospechable experiencia lectora.
O el jubiloso, travieso Cortázar con su cara de niño hasta incluir "Deshoras" y haber autonavegado por la cosmopista con su última compañera. Qué pasaba en las bodegas del Malcolm, ya no lo sabremos por su boca y apenas si, en una de muchas relecturas, sentados con Pérsico bajo las constelaciones, hablaremos de otros viajes, de otros nunca alcanzados destinos.
Si al escribir partimos, el viaje puede ser demasiado breve para nuestra ambición itinerante. O interminable como el de unos marcopolos de la hollada gramática, varados en un mar de sargazos sin adjetivos.
¿Partimos para llegar?
No lo sé y temo no poder darte una respuesta.
A lo mejor porque mi único miedo no es llegar a puerto sino a la escarpada costa, a la tierra vacía, a la isla sin palabras.
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