Los escritores somos muy de firmar manifiestos, solicitadas y proclamas condenando todo lo condenable de este mundo algo retorcido e injusto. Y está bien que así suceda.
Lo que no está nada bien es que no siempre sucede así. Podemos -y debemos- condenar la explotación del hombre por el hombre, la violencia de género, el abuso de menores, el racismo y la xenofobia, tantas lacras. Pero somos más reticentes -cuando no, complacientes- en condenar públicamente los abusos de la industria editorial y de su cómplice, el poder de los medios. Dos factores que no casualmente nos promueven a la siempre acotada notoriedad de la que puede gozar un escritor o nos entierran en el absoluto anonimato. Y no es una cuestión de vanidades -que las tenemos, y de qué calibres- sino de ejercer nuestro oficio con alguna dignidad y consecuencia. Porque lo que hacemos, escribir libros, necesita de esos dos factores antes mencionados. No para crear nuestros imperfectos mundos -que para ello nos elige la soledad y nos valemos de esos recursos irreemplazables que son el trabajo personal y una pizca de talento- sino para difundirlos, para que lleguen a quien le dará sentido final a nuestra tarea: el lector.
Vivimos en una sociedad capitalista -algo derrengada por el sobrepeso financiero pero sin opciones sólidas o creíbles a la vista-. Si nadie, o muy pocos, compran y leen lo que hacemos, no hay mercancía, no hay consumidor posible, no hay capitalismo ni hay tu tía. Los editores y los mediáticos saben de nuestra dependencia de sus poderes casi absolutos. Y aunque ellos, en muchos casos, sean tan peones como nosotros los obreros de la palabra, se desplazan sobre el ajedrez "literario" con la prepotencia y a veces la ceguera propia de los reyes. Condenando y absolviendo, consagrando, defenestrando e ignorando, según caprichos personales aunque, la mayoría del tiempo, obedeciendo a intereses comerciales concretos.
Pocos escritores se les animan a esta corporación multimediática. Saben, sabemos, de su inmenso poder. Y en la mayoría de los casos arrugan -arrugamos-.
Hay excepciones. Una de ellas, la que recuerdo, fue la de Osvaldo Soriano. Claro, para lanzarse al ruedo en su condición de gladiador solitario, Soriano se supo armado con la mejor defensa posible para un escritor: era el más vendido de la Argentina. Sin embargo otros, muchos, aún tocados por los óleos del bestselerismo o la academia, prefieren arroparse entre las almidonadas faldas y hundir sus culos en los mullidos cojines de la industria editorial y periodística.
Soriano no. Periodista él mismo, desde un diario que por entonces era una opción independiente, denunció con pelos y señales, en una serie de inolvidables notas, las humillaciones que sobre él y el resto de nuestro fragmentado gremio se desploman cada vez que creemos tener un producto para vender y buscamos quien le dé forma comercial.
Hay que decir que los puristas, los consagrados por el sistema y los "académicos" miraban a Osvaldo con indisimulado desdén. Y mucha envidia, claro, por sus ventas. Soriano, en cambio, lejos de hacer causa común con quienes habían editado sus novelas -y habían hecho con ellas negocios mucho más redituables de los que hacemos los autores-, trazó un inventario de los manejos y postergaciones a que lo había sometido la industria desde que empezó a destacarse en el prolijo pero conformista panorama literario local.
Ahora que en Buenos Aires empieza la edición anual de la Feria del Libro, estaría bueno que se debata el rol de los empresarios del libro y de la comunicación en general, cuando de promover nuestro trabajo se trata. Claro, lo que digo parece una ingenuidad: esos mismos empresarios montan la feria y a ellos mismos está dirigido todo el esfuerzo, aunque se invoque la presencia a menudo esotérica del autor.
Soriano ha muerto, demasiado pronto para el gusto de muchos -sus lectores- y gracias a Dios para unos pocos pero poderosos, los que deciden de qué hablaremos cada día, a quiénes respetaremos y a quiénes despreciaremos, qué leeremos o por lo menos compraremos para lucir nuestras máscaras de ciudadanos informados y lectores cultos.
Y es que en el fondo -que está acá nomás, a la vuelta de la esquina-, para la industria no hay tales ciudadanos ni lectores: hay consumidores.