En diciembre de 2004 me crucé con el tipo. Un desconocido que, como yo, viajaba de regreso a Córdoba, desde Buenos Aires, en ómnibus.
Una bestia que roncaba en la fila de adelante nos impedía dormir, nos levantamos en busca de un whisky, en el barcito que llevan esos bondis que se dicen de lujo.
Ahí abajo –son ómnibus de dos pisos, casi tan grandes como el Costa Concordia- el tipo me contó que venía de separarse de su mujer, había salido por fin la sentencia judicial, soy un hombre libre, me dijo. La mujer le había pedido el divorcio cuando el tipo, que tenía una pequeña empresa de autopartes, se fundió. Pleno 2001, el corralito, la patria financiera, los bancos que se comieron la plata de giles como él.
Mi amigo –tenía un amigo- se llevó toda la plata afuera. A él le avisaron –dijo-, a mí también, te soy honesto, pero no pude creer que fueran capaces.
El amigo que había tenido era su socio. La que le avisó fue la mujer del amigo, pero él no sólo no le creyó: también rechazó su invitación de encontrarse, tomar algo, estoy tan harta de él.
-¿Te das cuenta, flaco?- me dice, sirviéndose ya el segundo vaso: -Por no garcarlo a mi amigo, no sólo no me cojí a su jermu, que estaba rebuena, sino que dejé la plata en el banco.
El ómnibus da un barquinazo para esquivar a un perro en la ruta, el whisky salta de los vasos, el tipo aprovecha para dejar el suyo a un lado y, mirándome como si nos conociéramos, dice:
-Hay que ser pelotudo, ¿no?
No sé cómo quitármelo de encima, qué decirle, sólo quiero llegar a Córdoba, no arreglarle la vida a un desconocido.
-Qué sé yo- digo, -es un país difícil, la Argentina.
–De mierda- dice, -un país de mierda.
Sube a su asiento y ahí nomás se queda dormido. Ronca ahora tan fuerte como la bestia de la fila de adelante.
Llego a Córdoba sin pegar un ojo, el tipo se baja sin mirarme.
Me quedo pegado al asiento hasta que uno de los choferes me descubre y dice oiga, ya llegamos, ¿o quiere seguir viajando?