“El humo en la botella”
CAMPANAS EN LA NIEBLA
Los Círculos de Juan Ramón Biedma
Me pregunto, a medida que me interno en la obra de Juan Ramón Biedma, si hay un plan preconcebido, una hoja de ruta mojonada con novelas a la manera de banderas, de luces, de faros advirtiendo sobre arrecifes. Si esto fuera así –y da la impresión de serlo, aunque me respondo casi inmediatamente que no-, estaríamos en presencia de un médium, alguien que cierra sus ojos, se concentra y el universo se expresa en sus escritos.
Uno, que conoce el oficio, sus resplandores y miserias, sabe que no hay tales estados de trance hipnótico, que la magia no es magia pero tampoco el catálogo de trucos y golpes bajos que aplaudimos con indolencia en los magos de los caminos y con el que buscan su piedra filosofal muchos editores.
Hablo de obra porque, si bien todos los escritores que vivimos lo suficiente sumamos trabajos sobre los que un estudioso podría encontrar obsesiones que van de un libro en otro, en Biedma esa sospecha deja de ser pretexto para una tesis, las huellas dejan de ser indicios, para convertirse en el preciado mundo de espejos que en la literatura descubrió Lewis Carroll y sobre el que con precisión quirúrgica escribió Borges y, con desbordes metafísicos, Ernesto Sábato.
Los laberintos, los túneles, la penumbra de la razón que aprensivamente definimos como locura, son recorridos con prosa contundente y trazo sensible. El lector que acepte –y lo hará gozosamente- los itinerarios que Biedma despliega en sus novelas, se probará las pieles y las llagas de sombríos personajes –mayoría de jóvenes, como los veteranos de las guerras-, de muertos prematuros que cargan con la implacable conciencia de no tener quién les cierre los ojos.
Ese desvelo, que se insinuaba en los personajes de “El espejo del monstruo” y que en “El efecto Transilvania” gestaba ya una estirpe con identidad verificable, nos asoma sin pudores –en la última novela de Biedma, “El humo en la botella”- al infierno celestial que las almas beatas niegan con la misma fruición con la que sueñan con él.
Sin embargo no hay santidad pero tampoco perversión en el complejo y fascinante escenario de este Dante sevillano que ha logrado cerrar sus círculos sobre las complejas tensiones de la tan vulnerable y devastadora condición humana.
Tampoco hay una intención explícita de poner el bien y el mal en sus justos términos. Que no son justos. Y que tampoco acaban por definir nada, aunque presuntuosamente y con mayor o menor talento se lo intente en la literatura.
Si en “El espejo del monstruo” quedaba claro que el abogado Set Santiago purgaba penas que el sistema carcelario apenas había inventariado con sus inclemencias, en “El humo en la botella” esas certezas se difuminan como la niebla que obstinadamente cae sobre la Sevilla de Biedma. El dolor adquiere una dimensión ética. Y curiosamente lo hace en el plan lunático de un secuestro pensado para quitarse de encima a uno de los “locos” de la trama. La deformidad ya no tiene que ver con lo físico, es apenas semántica y, con la potencia y los filos del lenguaje, atraviesa como un cuchillo los dogmas de la religión, nubla las creencias más sofisticadas, los descarna sin prometer otra eternidad que la del desconcierto.
El sol negro de este sistema planetario se llama Austria. La niña, cuyo padre usaba guantes para no tocarla, ha crecido y es el mundo, el acotado pero imperioso núcleo de las pesadillas y los miedos, el demudado amor que tiende sus manos desnudas y acaricia para matar.
Sol negro, es Austria: centrípeta y centrífuga, generadora de fuerzas que se anulan, de bestias que la civilización, el mundo de los razonables, despedaza hasta integrarlas, hasta hacer con ellas la papilla existencial de una sociedad que se niega a dejar atrás una infancia sin futuro, a librarse de una placenta que ya no la nutre, que se pudre y apesta.
Cuando Víctor planea su propio secuestro para inculpar a su hermano Emeterio, da el paso en falso del soñante que cree haber despertado. Porque los cuerdos, los que encierran a los locos, viven perturbados, inmersos en una física sonámbula, sin más ley que la que rige la caída en los abismos.
La sociedad clasista le da a Biedma una oportunidad que sólo alguien con su talento advierte y aprovecha para consumar su arte. El fin de los tiempos, la subordinación definitiva con la que los poderosos de la Tierra especulan desde siempre, no sobrevendrá con la desaparición del conflicto social y político, sino con la exasperación de la tristeza, con la arrebujada imagen final de un feto, de un nonato perdido en la galaxia materna, del astronauta que en “2001, odisea del espacio”, de Stanley Kubrick, regresaba a la gestación y descubría por fin las raíces del olvido, de esa nada que, como adictos privados de su dosis, confundimos con la paz. La misma, engañosa paz, que intentará alcanzar Set Santiago en su huida hacia una oscuridad que él mismo ha creado y que lo acompañará como la sombra implacable que el sol negro afila desde su cuerpo.
“La mayor muestra de cariño que nadie le había dedicado nunca”, describe Biedma la actitud de Ygor ante el inexorable abandono, Ygor, que en su intento por no caer fija su vista en el diario que no lee, en el agujero negro en el que ha hundido su cabeza. Estos fragmentos –tantos, a lo largo del texto- conforman una novela que, montada sobre una ágil y muy atractiva estructura formal, narra sin desmayos ni desvíos la peripecia de unos seres a los que sólo se les permite el ejercicio del resentimiento, en el mejor de los casos, o de la brutal indiferencia ante la omnipresencia del dolor.
Hay utopías ardiendo en la novela de Biedma, planes de fuga como “El secreto dialecto de los recuerdos manuales”, textos que circulan por la novela como un manual clandestino para no perderse en los días de sol blanco de una ciudad que no por casualidad es Sevilla, teatro urbano que este autor ha elegido –ya desde “El manuscrito de Dios” (o en su bello título original: “Luz poniente”)- para montar su obra.
Si ha sido la religión, el “religare” original, el sistema de no-ideas capaz de adentrarse pintando y cantando, de dejar pistas que llevan fatalmente a la última emboscada mientras se proclama batallar contra la densidad del mal, tiene que ser la literatura la que intenta, si no su derrota, por lo menos una batalla contra los demonios que valga la pena de ser librada.
Sin moralejas, sin instrucciones para la salvación ni la condena, sin otras claves que el demoledor ejercicio de la belleza.
Eso y no mucho más –o sea, casi todo- es “El humo en la botella”: el rostro del amor que en el pasado no pudimos reconocer, el amor de Eme por Peña que puede ser el nuestro, conmovidos lectores, habitantes de una sociedad sitiada por la negación de crímenes que la exceden, una sociedad con párpados que no se cierran y con pupilas que dilata el espanto, en la que a la vuelta de una esquina, en un hospital abandonado o en un ahogado callejón podría enfrentarnos de nuevo con lo que tanto quisimos inútilmente olvidar.
Son los arrabales, los sórdidos atajos con los que la razón nos tiende sus trampas, el esplendor de la locura azotándonos desde los espejos.
El desafío que Biedma debió plantearse al comenzar a escribir esta novela no era menor. Cubrirse con todas las pieles y aceptar sus llagas, acompañar todos los pasos, resignar los disfraces y dejar de ser testigo para ser parte de la aventura y comprometerse en ella. No hay magia –decía al comienzo de esta mínima aproximación.
No hay artificios.
Los fuegos, cuando estallan, son naturales.
Los personajes, si son esperpénticos, no se solazan en la oscuridad aunque vayan por ella como quien va por el oro a los continentes perdidos o a la profundidad de los mares, o por el paraíso a través de la muerte.
Biedma, más modesto pero intensamente más luminoso, va por el origen de nuestras decepciones. ¿Vencerá este gladiador apasionado en su desigual lucha contra los demonios? De desvelarlo debe encargarse el lector.
La cartografía del infinito tiene por fin, en “El humo en la botella” y a la manera de las reflexiones de Pérsico en “Los premios”, de Julio Cortázar, su bóveda estrellada. Se llama “El secreto dialecto de los recuerdos manuales” y la encontrarás, lector, con sólo recorrer su texto, claro que inmerso ya en el maravillosamente oscuro océano de “El humo en la botella”. Y como se dice allí mismo, ejercicio ciego de la esperanza y a la manera del tañido de unas campanas en la niebla:
Te recuerdo que.
Te recuerdo.
“El humo en la botella”
410 páginas
Editó SALTO DE PÁGINA