El tipo fue rey mago en su
juventud, hace casi cuarenta años: lo eligieron porque era morocho y porque se
llama Baltasar. No le gustó la idea: ¡Pero si ese rey era negro!, se defendió. Acá
no tenemos negros, gilún, y vos sos lo más negro que hay en el barrio y te llamás
Baltasar.
A joderse. Allá fue, a repartir
regalos entre el piberío por cuyas casas los reyes pasaban de largo: autitos de
plástico, muñecas destartaladas, pelotas de goma, revistas y hasta libros de
cuentos que donó la biblioteca popular.
Le gustó, a Baltasar, y
repitió su tarea durante las noches de varios eneros.
Un día, algo pasó. Bandos militares,
proclamas, toque de queda, allanamientos del ejército. Lo arrancaron de su
vivienda, una muy modesta habitación de inquilinato, y se lo llevaron a un sótano.
Lo torturaron casi hasta morir. Pero era fuerte, Baltasar, y mago. Sobrevivió,
aunque ya sin atributos de rey.
Ahora vuelve al barrio, a
pie, sin camello y ve que las puertas de las casas están cerradas bajo siete
llaves, los vecinos lo miran con desconfianza, los pibes están encerrados, tan
prisioneros como él durante la dictadura.
-¿Por qué te metieron preso los
milicos, Baltasar?- le pregunta, en una esquina del barrio, un viejo barrigón
que en su carrito a pedal fabrica y vende copos de nieve.
-Por lo mismo que a vos- dice
Baltasar: -Por tejer dulces sueños en el aire.