Antes, cuando vivíamos
incomunicados, cuando Antonioni filmaba “El desierto rojo”, la llegada de una
carta o el llamado de un amigo eran motivo de expectativa y regocijo.
Después aparecieron los
medios cibernéticos. Con el mail se simplificaba el tema, no había que ir al
correo ni cambiar dinero por sellos postales.
Pero la tecnología,
infatigablemente tumoral, sumó artefactos cada vez más sofisticados, pequeños, “robables”
y a menudo artificialmente incompatibles con los anteriores. Todo se complicó. Ya
no es lo mismo abrir el facebook con tu compu que acceder a él desde tu
smartphone y subsiguientes. Lo que antes era expectativa y regocijo devino en
rutina y hartazgo. El amigo lejano ya cansa con sus posts y sus pedidos de
charlar un rato por skype. ¿Qué va a decirnos de nuevo, qué tenemos para
contarle que no sea el habitual hastío, por qué no me llamás más tarde o
preferiblemente nunca sin avisarme?
Hoy “El desierto rojo” es más
que nunca antes un film aburrido, lento, incomprensible.
Ni por Mónica Vitti vale el
esfuerzo de volver a verla.
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