Tres amigos. Sólo uno quiere morir pero no encuentra, dice, el valor. Decidimos ayudarlo, darle coraje. Para eso no sirven las palabras sino las balas. Una entre seis, como corresponde, y a girar el tambor del revólver. Si le toca al que quiere irse, mejor. Si no, se irá alguno de nosotros dos: no tenemos apuro pero para eso somos amigos. La adrenalina de los primeros intentos se agota en los sucesivos fallos y va dejando paso al aburrimiento, primero, y luego al cansancio. Desde las cuatro de la tarde que intentamos matarnos, son las diez de la noche y no ha salido un solo disparo. Revisamos mil veces la bala, la cambiamos otras tantas, revisé el revólver, está en perfecto estado, propongo bajar a comer algo, antes que cierren las cantinas.
Comemos y bebemos, vuelven los buenos días de la juventud, amores, desencuentros, alguna mujer que se metió en nuestras vidas nada más que por desunirnos o quedarse con algo que no pudo encontrar. Era bella, era entonces inolvidable. El cantinero avisa que ya cierra, es casi medianoche, pagamos y salimos.
Vuelve cada uno a su departamento del mismo edificio, vivimos solos, los tres, mujeres a veces pero más que nada, recuerdos. A las tres y cuarto de la madrugada me levanto al baño, el estampido en el piso de arriba se monta en el ruido del depósito de agua vaciándose, agua roja, sanguinolenta, que en apenas un par de minutos, cuando el depósito acabe de llenarse, será clara otra vez.
Vuelvo a mi cama. Sobre la mesa de luz, el revólver. Abro la ventana, giro el tambor y disparo al aire. Dos tiros, dirán mañana los que oyeron. O tal vez uno, y su eco, como una sombra tardía.