-Convengamos en que no soy
quien digo ser.
Se ha inclinado apenas hacia
mí, en el afán de compartir no sólo su incertidumbre existencial sino ya que
estamos su halitosis.
La ruta está desierta en esta
zona de montaña, empieza a caer la noche y es probable que ya no nos crucemos
con otros vehículos. La gente sensata no viaje de noche por estos caminos.
Detengo el coche y le pido
que se baje.
-¿Acá?
-Acá.
Baja. No le doy tiempo a
cerrar la puerta, arranco y acelero a fondo. En el retrovisor se recorta su
figura, empequeñeciéndose. Se lo traga la siguiente curva.
Años más tarde, en un
atardecer de invierno, me llama a mi teléfono fijo.
-¿De dónde sacaste este número?
Acabo de mudarme y no recuerdo habérselo dado a nadie.
Corta, sin responder. El identificador
de llamadas no lo registra.
Cierro los ojos y veo al auto
perderse detrás de la primera curva.
Aunque al abrirlos compruebe
que estoy en mi departamento, sé que nadie vendrá a rescatarme.
La gente sensata no viaja de
noche.