Morrina y Moño eran gata y
perro. Ella llegó primero, en vida de Caruso, mi perro que por entonces ya tenía
el corazón cansado. Caruso murió en una semana santa de hace mucho. Lo llevé ya
muerto al veterinario: era medianoche y el flaco me veía llorar sobre el
cuerpito que se enfriaba, sin entender mis imparables lágrimas ni por qué lo
había hecho levantarse de la cama para auscultar a un perro muerto, con
infinita y noble paciencia de veterinario.
Me prometí no más perros, no
más llantos ni hacer el ridículo ante los médicos de perros. Pero llegó Moño. Y
llegó Morrina.
Yo nunca había convivido con
un gato –una gata, para el caso- y amenacé a mi mujer con irme de casa si no
quitaba a ese animal de mi vista. No pareció muy intimidada –mi compañera-
porque la gata quedó y hacía frío, ese invierno, para abandonar la casa.
Gracias a Morrina conocí el
vasto y misterioso mundo en el que habitan –y desde el que nos observan con
sabia displicencia- los felinos. Empecé a desarmar uno por uno los prejuicios
que los afectan y que rodean además a la relación gato/perro, una falsa
rivalidad que los humanos estimulan para no hacerse cargo de la complejidad del
mundo.
En agosto murió Moño, tras un
año y medio de haber ido perdiendo sus capacidades motrices y rodeado de
cuidados y afecto –de Estela, mío… y de Morrina.
Tras la muerte de mi perro,
la gatita dobló su cola. Así como suena: la cola del gato se mantiene erecta en
señal de complacencia y satisfacción. La de mi gata nunca recuperó esa natural
posición. Consulté al sufrido veterinario –es otro, pero tampoco se privó de mi
caudaloso llanto a la hora de morir el perro- y se rió de mi consulta. Pero no supo
responderme.
Desde la muerte de Moño, la
gatita inauguró una costumbre desconcertante: la de intentar comunicarse con
nosotros, de una manera en la que antes no lo había hecho, con ruidos extraños,
ensayos de maullidos, ronroneos fuera de registro, insistencia en que le prestáramos
atención. Al regreso de una ausencia de pocos días, nos recibió con una
desmesurada angustia, maullando desconsolada cada vez que nos perdía de vista aún
dentro de la casa. Así estuvo tres o cuatro días, hasta que fue aceptando que
ya no nos iríamos.
Una noche de hace tres noches
decidió irse ella. Lo hizo mientras dormía, no oímos ni un maullido ni un
ronroneo de despedida. Estaba en el interior de la casa, en el lugar donde
siempre durmió cuando no pasaba los plenilunios esperando a sus romeos.
Simplemente se detuvo su
pequeño corazón, supongo que soñando con que encontraba a Moño otra vez en su
cucha o en el jardín.
Y decidió, esa noche de hace tres noches, echarse a su
lado a descansar.