Buscando imposibles consuelos
a la idea de la muerte como final, las religiones imaginan mundos perpetuos,
salones de espejos que en sus ocasionales y arbitrarios encuentros nos
reproducen, nos infinitan en espacios esencialmente vacíos, en oquedades donde
no ya la vida en su plenitud sino la simple llama de una cerilla se apagaría de
inmediato.
Los que elegimos desnudarnos
de toda fe vemos a las religiones como a barcos fantasmas, navíos sin otra
tripulación que el deseo irresuelto de que el amor nos acompañe en ese viaje
sin puertos ni tormentas.
No hay nada malo en nuestra
desnudez, como tampoco lo hay en quienes eligen ser pasajeros celebrantes de
la nada.
Como en el “Amarcord” de
Federico Fellini, la nave va. La vemos pasar, brillante y rumorosa en un mar de
silencios, de penas cautivas, de soledades.
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