sábado, febrero 27, 2010
FINAL DEL JUEGO
martes, febrero 23, 2010
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Francisco Madariaga Quintela, a la izquierda, y su padre Abel Pedro Madariaga, durante una conferencia de prensa en Buenos Aires, el martes 23 de febrero de 2010. Natacha Pisarenko / Foto AP Hijo robado por militares argentinos se reencuentra con su padre Foto Por MICHAEL WARRENThe Associated PressBUENOS AIRES
La búsqueda ha concluido para un hombre cuya esposa embarazada fue secuestrada por fuerzas de seguridad en Argentina hace 32 años.
Abel Pedro Madariaga dice que nunca abandonó la búsqueda de su mujer y su hijo, que nació en un centro de tortura clandestina. El hijo también tenía dudas sobre su verdadera identidad.
Arrebatado a su madre antes de que la mataran, el niño fue criado por una familia militar en la que, según dice, su padre adoptivo abusó de él.
El muchacho finalmente acudió este mes al grupo Abuelas de Plaza de Mayo y se sometió a un examen de ADN. La prueba reveló que su padre era nada menos que Madariaga, el secretario del grupo.
El padre y el hijo -que ahora lleva el nombre de Francisco Madariaga Quintela- todavía no pueden creer su buena fortuna y el hijo dice que es como comenzar una nueva vida.
El ex oficial de inteligencia militar que lo crió, Víctor Alejandro Gallo, fue detenido el pasado viernes por el delito de apropiación ilegal de un menor.
Tembloroso ante las cámaras, apenas días después de reunirse por primera vez, Abel y Francisco Madariaga no pueden dejar de sonreír.
"Nunca dejé de pensar que lo iba a encontrar", afirmó el padre. "Cuando entró por esa puerta esa noche nos reconocimos totalmente y el abrazo en que nos fundimos fue espectacular. Abrazarlo el día que lo encontré fue como llenar un hueco en el alma".
"Por primera vez sabía quién era. Quién soy yo", dijo el joven, todavía maravillado de su nueva identidad.
Las Abuelas de Plaza de Mayo creen que unos 400 niños fueron robados al nacer de mujeres secuestradas y muertas como parte de la "guerra sucia" de la dictadura de 1976-1983 contra disidentes políticos, que dejó hasta 30.000 muertos.
Madariaga y su esposa Silvia Quintela eran miembros del grupo izquierdista Montoneros, a los que los escuadrones de la muerte del gobierno intentaron eliminar. El presenció el secuestro de su esposa y logró huir al exilio para no seguir el mismo destino. Desde entonces, ha abrazado la causa de hallar a los hijos de los desaparecidos.
A su regreso a una Argentina democrática en 1983, pasó a ser secretario del grupo de las Abuelas y primer miembro masculino. Gestionó ante el gobierno la creación de una base de datos de ADN y dedicar recursos judiciales al esfuerzo y desarrolló estrategias para persuadir a los jóvenes con dudas sobre su identidad a someterse a exámenes de ADN.
Mientras tanto, el paradero de su propio hijo seguía siendo un misterio.
Resultó ser que Quintela dio a luz a su hijo Federico mientras estaba presa en uno de los centros de tortura más grandes y notorios, Campo de Mayo, en un suburbio de Buenos Aires. Algunos sobrevivientes dijeron que el bebé le fue arrebatado al día siguiente y ella desapareció poco después.
Un oficial de inteligencia militar, Víctor Alejandro Gallo, llevó el bebé a su casa, donde vivía con su esposa Inés Susana Colombo, con quien tenía dos hijos. El matrimonio no duró mucho, ya que Gallo era muy violento, explica Francisco y aunque la pareja nunca le dijo que no era hijo suyo, siempre se sintió fuera de lugar.
Más adelante, Gallo cumplió una sentencia de 10 años por el asesinato de una familia. Las dudas de Francisco se intensificaron, hasta que su madre adoptiva le confesó la verdad.
Estimulado por amigos, Francisco apeló a las Abuelas, que le hicieron hacerse un examen de sangre. El grupo ha logrado identificar a 100 hijos de desaparecidos. Finalmente padre e hijo se reunieron el viernes.
"Voy a empezar a hacer mi vida", dijo Francisco. "Yo pensé que pertenecía a esa familia... La familia era muy violenta, con situaciones feas. Ahora estoy con una familia gigante, con amor".
lunes, febrero 08, 2010
"MATAR Y GUARDAR LA ROPA": las vacaciones de un asesino a sueldo
Los padres separados no la tienen tan fácil como sugieren sus ex mujeres. Ver a los niños respetando un régimen fijo de visitas, o cargar con ellos a la hora de salir de vacaciones, por ejemplo, son las ocasiones más frecuentes en las que un padre debería disfrutar de sus hijos, aunque puede complicarse cuando ese padre tiene un oficio como el de "killer" -asesino a sueldo, que le dicen.
Carlos Salem toma a su personaje, "Número Tres" -como lo mentan en la organización a la que pertenece-, también conocido por su familia como Juanito Pérez Pérez, justo a la hora del relax, del dolce far niente. Tratándose de un asesino, a primera vista no parece que contar su peripecia pudiera despertar la simpatía de nadie, mucho menos la empatía del lector. Y sin embargo Salem lo logra, sin golpes bajos, tomando distancia de los efectismos, iniciándonos en la compleja sicología del matador a partir de sus virtudes morales -que las tiene, como cualquier hijo de vecino.
La "empresa" se entromete en sus vacaciones y obliga al protagonista a cambiar de rumbo y desembarcar en un campamento nudista. El pobre tipo -porque a esta altura del relato ya estamos de su lado- no tiene en claro por qué lo mandan allí, aunque tiene sus sospechas y arma sus conjeturas, que va compartiendo -a medias- con el lector. Mientras tanto, sus hijos, su ex mujer que llega al mismo campamento y se instala en el predio vecino, otra mujer que empieza a filtrarse en su vida, relaciones circunstanciales y sospechas, muchas sospechas de que el galimatías irá a desembocar en un peligroso desenlace.
Lo que en un autor menos avezado podría sonar hasta inverosímil, Salem lo vuelve verdad. Las contradicciones del terminator español son muy humanas y el lector las comparte hasta con afecto. La muerte, materia prima de su oficio, queda lejos del escenario en el que se desarrolla el conflicto novelístico, aunque se cierna como previsible tormenta.
El juego de cajas chinas que supone la novela es parte de la trama que se irá develando, como corresponde, en las últimas páginas de "Matar y guardar la ropa". Pero en todo su desarrollo, el talento de este escritor argentino -radicado en España desde hace veinte años- nos acerca a unos personajes inquietantemente próximos. Y demuestra, como sólo la literatura puede hacerlo, que ninguna conducta humana se gesta en soledad, que todo lo frágil y lo muy poco que habrá de trascendernos lo aporta la vida en sociedad, las relaciones de poder, los desencuentros del amor, la vieja canción de las penas sin consuelo.
"Matar y guardar la ropa", 248 páginas. Editó en España SALTO DE PÁGINA
lunes, febrero 01, 2010
GÓLGOTA: LA RABIA Y EL DOLOR
Si en "Chamamé" recorrió con prosa metálica los desolados caminos de un duelo inevitable, en "Gólgota" recoge el guante ensangrentado de una venganza y lo transforma en una bofetada que transfigura cualquier falluto gesto de compasión en una máscara del asco.
Una violación, un par de muertes derivadas de la insoportable humillación, la jactancia suicida del violador, su ejecución y la revancha sellan los actos implacables de la tragedia.
Poco más de cien páginas le bastan a Oyola para hundirse en la miseria de Villa Scasso y, como talentoso ciruja del lenguaje, hurgar entre los escombros de una humanidad acorralada en sus propios laberintos, arrojada al vaciadero por la violencia clasista y las redadas policiales.
Reglas de un juego preapocalíptico que no frecuentan los políticos que aluden a la catástrofe final de una sociedad prisionera de sus culpas, los "patas negras" -la yuta, la cana, la pasma, la "maldita policía"- sobreviven pactando con la jauría -los Pibes de Scasso. Cuando algún paso en falso, alguna traición, hacen saltar por el aire ese pacto, sobreviene la barbarie y la sangre de los sacrificios corre por la cunetas del barrio.
No queda después -como en toda guerra- más que contar las bajas y sentarse a negociar. Barajar y dar de nuevo es, en Villa Scasso, matar para recuperar el orden perdido, jugar unas partidas donde no hay fulleros porque todos, y a sabiendas de sus adversarios, hacen trampa.
El que no hace trampa es Oyola.
Los primeros párrafos se disparan y hay que buscar refugio, aceptar, a estallidos de una escritura fulminante, que el mundo no es lo que nos prometieron que sería. En la Argentina, como en tantos otros países del mal llamado tercer mundo, se han ensayado tantas recetas políticas, sociales y económicas que sus habitantes reaccionan a los estímulos como ratas sobrevivientes del peor laboratorio nazifascista. Alucinados, perseguidores perseguidos, amontonados en los rincones más sombríos de la historia, los personajes de esta breve y ejemplar novela ya no tienen dónde huir y por eso atacan. Atacan con lo que tienen a mano y también con el lenguaje, con el estilo seco de un pibe que no es de Scasso pero que toca en la misma banda.
Puesta en la mira, la literatura de Leonardo Oyola se deshace bajo su propia lluvia de balas, estalla silenciosa y brutal para recomponerse en los callejones sin salida, en los barrios que ahuecan el pretencioso edificio de una ciudad, que acabarán por derrumbarla sobre su propia ciénaga. Oyola se anticipa a ese derrumbe con una historia despojada de artificios y de los tan comunes hoy en día narcisismos metaliterarios.
El caretaje seguirá analizando la inseguridad, oscilando entre políticas seudo preventivas y la ejecución legal o sumaria de los inadaptados. Oyola desenmascara la puesta en escena de una civilización funeraria, pone a víctimas y victimarios en la misma línea de fuego y dispara a discreción sobre tanta hipocresía. Y lo hace con una prosa ajustada, violenta como su materia narrativa, precisa, en el final, como el único alivio posible a tanto dolor: el tiro de gracia, la crucifixión en un Gólgota donde no cabe esperar otra redención que el exterminio.