Algún iluminado buceador de profundidades se ha preguntado si hay vida después de la muerte. Las respuestas, muchas, alimentaron uno de los tantos “booms” editoriales y mediáticos, en torno de tema tan espinoso y, por ahora, difícil de comprobar, incluso para los voluntarios de toda condición dispuestos a inmolarse.
No es el caso de Juan Ramón Biedma. Si un escritor al que uno admira dijera “la hay”, pues nada que discutir, tienes razón, vívela y me cuentas. Biedma lo hizo. Y nos cuenta.
“Antirresurrección” es una novela de zombis. Están de moda, ya sé, como insultar a los políticos y preparar hogueras para recibir a los funcionarios del FMI con carne asada –la de ellos. Cuando supe que Biedma había escrito “una de zombis” sospeché de su integridad moral, sicofísica e intelectual. Uno es atávico, aunque cultive sin pudor los discursos infatuados de humanismo, y tiende a la descalificación, a discriminar con variadas excusas.
Pero contra esos venenos de la condición humana, el mejor antídoto –o uno de los buenos- es la literatura. Y hay que decirlo. Pueden estar de moda, los zombis, pero este Biedma les ha dado una pátina de eternidad que no sé si la merecen.
No contaré de qué trata la novela porque el autor se encarga, con su limpia prosa, de atraparte desde la primera página.
Hay un cana (pasma, policía), un tal Trespalacios, un reventado –diríamos en el río de la Plata. Una mujer, ex policía, inquietante como todas las mujeres de Biedma –no es polígamo, aclaro, por su honra y para que no lo expulsen de casa. El escenario, su Sevilla. No hay otra Sevilla que se parezca tanto a las grandes y corruptas ciudades del mundo como la Sevilla de Juan Ramón. A la manera de la Berlín de posguerra, está dividida, aislada de sí misma y de sus pestes por muros y ríos que amenazan derrumbarse y secarse en cuanto una inminente hora final haga sonar sus trompetas.
Que Trespalacios y Anzízar, y personajes variopintos que irán surgiendo de entre las sombras y pliegues de la historia, se embarquen en la investigación de unos homicidios, suena a exceso, a regodeo en la escena del crimen que esta vez –y como tantas otras, aunque menos explícitas- es la ciudad entera y, por la magnitud de la amenaza, próximamente el mundo.
Un mundo de hambre y merodeo interminables. Lo que el autor define es el mundo de los zombis. Pero sin cambiar una coma, su definición encaja como un guante en los mundos marginales de nuestras ciudades, en esas cloacas a cielo abierto del capitalismo que cualquier viajero observa con aprensión en cuanto desembarca en cualquier infierno urbano del llamado tercer mundo.
La Sevilla de “Antirresurrección”, como la de “El manuscrito de Dios” o “El espejo del monstruo”, es un juego de espejos deformantes, un gran parque de diversiones satánicas. Cuando el médium, Chokos, busca consumar el amor, el lector se estrella contra las puertas condenadas de sus miedos inconfesables. El horror deslumbra, si quien lo narra es Biedma, tanto como Van Gogh lo hace con sus campos de girasoles o Goya con los horrores de la guerra. La belleza puede ser despiadada y el amor, feroz.
Pero donde Biedma vuela por sobre sus propias cumbres es en la descripción de ese campo sembrado de minas cazabobos que nadie desactiva como él: el de la religión. Un lector sensible o timorato podría optar por no entrar en este libro como quien se mantiene lejos de templos cuyos dogmas parecen contradecir al propio. Aunque la tentación es demasiado fuerte para evitarla. Y es lo que hace que la literatura de Biedma pulverice los dogmas, transgreda los cánones, crezca sobre sus propias raíces sin parasitar muros ni abismos, y se sostenga.
No imaginó Cortázar –o sí, quién sabe, ojalá- que Horacio Oliveira y La Maga rondarían por Sevilla, después de Rayuela. Y es que a su modo Biedma transita esas mismas calles engañosas que sin embargo alejan a sus personajes de todo atajo, de toda mentira: “Sólo la adrenalina y la locura lo apartan de su otra realidad”, dice de su protagonista Trespalacios. Sólo que ésa, su otra realidad, abreva en callejones ciegos, en un pasado que inevitablemente nos espera a la vuelta de cualquier esquina.
Tal vez porque la fiebre de Rocamadour, la incertidumbre existencial de la Maga, laten en el pulso narrativo de este sevillano irredento, su novela de zombis nos desaloja del lugar común, del prejuicio ante tales o cuales géneros, y nos instala ante la cruda observación de un mundo crepuscular que convive –o en rigor, que conmuere- al pie de nuestras tumbas.
Pero no te engañes si, luego de devorar “Antirresurrección”, te sientes inmortal. Nada tan alejado, tan en las antípodas, del Paraíso, como la eternidad.
"ANTIRRESURRECCIÓN", de Juan Ramón Biedma, Dolmen, 2010