Cristina Fallarás había publicado "No acaba la noche": otro estilo, otra temática y la misma preocupación existencial.
En la penumbra de los márgenes, quizás en la propia alcantarilla de la conciencia, alguien habla de su vida. A veces a regañadientes, y otras, con la saña de un Lautrèamont o la desbordada furia del colombiano Fernando Vallejo, la voz desgrana su plenitud y su penuria. Instigada pero también contenida en el recipiente de otra voz, que la novela omite pero cuya presencia es tan palpable como la de la historia que se vierte en ella.
A medida que se avanza en el texto se cae en la cuenta de que no vamos hacia un desenlace sino hacia una encrucijada, un cruce de caminos, una oferta de direcciones varias sin carteles tranquilizadores a la vista, un calidoscopio de la nada. Si la poesía es el límite del abismo, la literatura que Fallarás ensaya en esta novela se mueve sobre filos, camina sobre cornisas sembradas de espinas, espía los añorados tiempos felices como quien se asoma por un muro a la fiesta del vecino.
¿Quién es el hablante, por qué su condición de ávido lector de poesía, de poeta de a ratos, lo sostiene apenas sobre el vacío que ineluctablemente lo rodea y lo espera con los brazos abiertos? Su secreto, su situación de condenado -antes por él mismo que por el amenazante entramado que lo rodea entre fiestas y halagos- se irá develando como un modo de anticiparse a la venganza, de quitarle los fastos al festín macabro que marcará el comienzo de su decadencia.
Oscilando entre la delicadeza y pulsión de un orfebre ciego, y la inevitable ansiedad del ladrón principiante, la novela de Fallarás avanza en esa tiniebla: la de una sociedad que, en las postrimerías del franquismo, es empujada por la historia hacia la inevitable luz diurna donde el desgarramiento mostrará cruelmente sus formas, las de los cuerpos destrozados, la de la mutilación de hombres y mujeres que alguna vez aspiraron a ser íntegros y libres.
A ramalazos de indignación y lucidez, el poeta Guadalupe se narra a sí mismo como una belleza andrógina, un objeto de deseo que, entre eros y tánatos, se deja llevar con fatalismo suicida hacia la emboscada. Un grupo de "notables" -instalado como siempre sobre la violencia- disfraza sus tropelías con los modales de una burguesía que, a la vuelta de su complicidad con los peores desmanes del fascismo, busca redimirse estéticamente, pasar tal vez a la historia como bastión del poder oligárquico, palacio de invierno, Versalles en el desierto de una posguerra que para España se prolongó demasiado.
Si los editores, el mercado o como se llame al montaje escenográfico sobre el que debe actuar la mejor literatura para poder representar las pasiones humanas, encasilla a la novela de Fallarás en el género negro, ello no evita que sus casi doscientas páginas nos abran las puertas de una realidad que pasa de largo por lo cotidiano, por el realismo mendaz de tanta ficción oportunista, y nos enfrenta a un raro desafío: el de transitar por la locura como por una tierra fértil, un inestable paraíso que en la Argentina supieron habitar poetas de la talla de Jacobo Fijman o la indeleble Alejandra Pizarnik.
Porque aunque saberlo sea el condimento de una primera lectura, no importa tanto enterarnos de cómo murió el poeta Guadalupe. Importa reconocer de qué manera esta espléndida novela oscura de Cristina Fallarás nos instala en una certeza perturbadora. La de que el poeta Guadalupe aguarda en cualquiera de los muchos rincones sombríos de la condición humana.
"Así murió el poeta Guadalupe", novela de Cristina Fallarás - Alianza Editorial, 191 páginas