Acaba de despertar,
sobresaltado, inquieto.
Oyó ruidos.
Pero no puede haber nadie, cerró los
portones de la parroquia a las siete de la tarde, apagó las velas y se encerró
en la sacristía, a mirar la tele, tomar unos vinos, manosear a su amante,
penetrarlo y dejarse finalmente penetrar. Durmieron abrazados, él lo espiaba
desde su sueño superficial, dulce: es tan bello, se decía y le daba gracias al
Señor.
Pero ahora, esos ruidos. Él duerme
como si nada, querubín rosado y quieto, las alas plegadas, el culito brillante,
la humedad de un llanto feliz en sus mejillas.
Avanza, el párroco, entre las
filas de bancos, en la oscuridad casi absoluta.
Algunos después dirán que
también así aparece Ella, la espada ensangrentada, la cabeza del párroco a sus
pies y el ángel que, aterrado, avanza hacia su última, salvaje penetración.
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