La calesita giraba silenciosa
en la medianoche porteña, barrio de Saavedra. Silenciosa y vacía, como la plaza
entera y las calles que la rodeaban.
Te subiste con cierto pudor
de pibe travieso. A tus cincuenta y largos, te abrazaste al palo mientras
mirabas al elefante pigmeo, al ratón mickey, al avioncito, subir y bajar subir
y bajar.
La vuelta se te hizo un poco
larga, tal vez demasiado porque el calesitero no estaba y la sortija colgaba de
la bocha abandonada. Pensaste en bajarte pero te dijiste por qué no otra
vuelta, la última.
Y con la última vuelta
cumplida te enfrentaste a ella que te ofreció la sortija y, lejos de jugar con
vos para que no pudieras agarrarla, te entregó la bocha con la sortija que ni
te atreviste a desprender.
Te encontraron allí mismo y
alguien dijo que habrá que cerrar el parque por las noches, es desagradable que
estos vagabundos duerman en los juegos y más aún cuando amanecen muertos.
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