Mi abuela paterna –la única
que conocí- se comía la fruta ya mordida, los huesos de pollo o de los bifes de
costilla que con mi hermano mayor habíamos descartado.
Parecía una perra hambrienta,
mi abuela. Se lo dijimos una vez, riéndonos de ella y mi abuela, que no tenía
dientes para comerse lo que se comía, nos miró como si acabara de encontrarnos
entre restos de comida y nos dijo:
-Hijos del olvido, nietos de
la furia.
Por ella escribo, no por
Faulkner ni por Hammett.
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