El primer terrorista que conocí personalmente fue mi amigo de la infancia Jorge T., en el barrio porteño de Belgrano.
Jorge T. estaba perdidamente enamorado de Gracielita, una rubia esquiva que alimentaba el ego de Jorge T. con la pasión de quien le tira maíz a las gallinas.
Hasta que Gracielita debió cansarse del inocente pero cargoso asedio de Jorge T. y le dijo, con un mohín de desprecio que debió copiar de alguna peli de Gloria Swanson, que no iba más, se acabó, finish.
Desairado, más bien furioso, Jorge T. se proveyó una tarde de media docena de tabletas de clorato de potasio y una barra de azufre, molió con delicadeza de artesano joyero ambas sustancias y las introdujo en un tubo vacío de Redoxón, tradicional medicamento del laboratorio Roche para prevenir resfriados.
Concluida su tarea, introdujo el tubo en el buzón postal de la soberbia casa en la que vivía Gracielita –sus viejos eran unos ricachones advenedizos y se hacían notar en aquel barrio de clase media post peronista. Encendió la mecha de la que había provisto al tubo de Redoxón y se alejó con cara de boludo, caminando –la mecha era lo bastante larga para darle tiempo a buscar una buena ubicación –mi casa- que le permitiera disfrutar de su obra.
La explosión hizo vibrar los cristales de las ventanas de mi casa, a una cuadra de la de la pérfida rubia. No había transcurrido un minuto cuando unos gritos de mujer entrada en años sucedieron al estallido del tubo en el buzón: era la abuela de Gracielita que corría por el medio de la calle del barrio, gritando “terroristas, terroristas”.
Pese a haberse destruido, diría que el buzón de correos quedó entero si lo comparo con los escombros de nuestros infantiles cuerpos después del estallido de risa que no pudimos sofocar ni cuando por fin llegó un vigilante y abrazó a la vieja –perdón, a la abuela de Gracielita- para que dejara de gritar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario