De apellido, Verdura. Y en
cuanto decía que su apellido era Verdura ya no importaba el nombre ni la
profesión ni si alguna vez había sido feliz. Llamarse Verdura era mucho más
poderoso que cualquier otro dato sobre su persona que, a partir de la revelación,
pasaba desapercibida.
Debería haber cumplido los 54
cuando lo sorprendió la sequía. Ese año no llovió ni una gota, se secaron las
cosechas y las pasturas, miles de cabezas de ganado se perdieron entre bosques
desvastados y salitrales, los ríos sólo llevaban polvaredas y hasta el mar huyó
de las costas.
Sentado en su sillón
predilecto, Verdura leyó y releyó mil veces “Continuidad de los parques”, de
Cortázar. Mil veces detuvo la mano asesina y a empezar de nuevo, convirtiendo
lo circunstancial en cotidiano.
En la noche del 31 de
diciembre y en medio de la primera gran tormenta de ese año, permitió que el
asesino acabara su faena.
La desmentida del puñal hundiéndose
en su espalda lo llenó de alivio.
Supo, ante la inminencia de
su muerte, que de carne somos aunque nos llamemos verdura.
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