Una noche de cualquier amor
vale más que la desmesura vital de Rimbaud, que los merodeos por el suicidio de
Pizarnik o la cirrosis existencial de Bucowsky.
Una noche de encontrarte con cualquier
ella como con el disparo sin balas de una ruleta rusa, de amarla como a la
sombra de un fantasma y sin embargo su piel, la sangre que se atropella en tu
sexo como si fueras a transfundirte entero, a extraviarte sin brújulas ni
referencia alguna a todo pero a todo lo que dejás atrás. ¿Pero qué carajo dejás
atrás?
Nada, para qué engañarte.
Toda tu historia cabe en esa estación
de ferrocarril de un ramal abandonado donde un empleado vestido de gris se
ocupa de barrer los andenes y la sala de espera, y de anunciar cada día a la
misma hora que el expreso a ninguna parte ha sido cancelado.
Una noche de cualquier amor
ha sido la de anoche y hoy, en la sala de espera, se te adormece el alma
mientras el tren pasa sin detenerse, provocando el temblor de siempre en los
andenes y despertándote apenas para asomarte y verlo perderse en la curva que
ya lo lleva otra vez hacia el pasado, su punto de partida y destino.
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