No está de más preguntarse –con
la resaca de alcoholes de la noche llamada buena- qué celebramos en navidad. Los
no creyentes, digo: ateos, escépticos, iconoclastas, pragmáticos, blasfemos,
poetas y cantores.
Algo celebramos, no nos
hagamos los boludos. O anoche nos habríamos acostado temprano y sin beber, y
habríamos cerrado los ojos con fuerza, como cuando de pibes nos mandaban a
dormir “porque los mayores tenían que hablar de cosas de mayores”, para
levantarnos en seguida a espiar por las hendijas de las ventanas y oír detrás
de las puertas.
Me pregunto si porque hemos
crecido la Navidad
ha dejado de ser cosa de mayores. Si porque nos resbala que un tipo de raza
aria que nace y muere todos los años convoque a tanta gente con su
superproducción hollywoodense, ¿por qué anoche no nos fuimos a dormir temprano?
Y si lo hicimos y nos levantamos luego en puntas de pie, ¿qué vimos entre las
hendijas de una ventana mal cerrada, qué oímos y alcanzamos a escuchar con
alguna claridad de entre los murmullos de los mayores?
Las preguntas de fondo que en
plena resaca me hago:
¿Qué se dicen los mayores,
los que creen y celebran convencidos de por fin quedarse a solas con sus
verdades?
Y si tenemos el mundo que
tenemos:
¿qué celebramos?
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